Víctor Gómez Pin
Evocaba en el texto anterior los anchos muelles llamados zatteri situados en Venecia frente a la Giudecca, desde los cuales es hoy frecuente contemplar enormes cruceros de gente ociosa, pero que hace años daban cobijo a cargueros y a los grandes barcos del servicio regular trasmarino, que conferían a Venecia de un puerto de mar, fascinante como lo son todos ellos, Rotterdam, Le Havre, Vladivostok…
Mas en Venecia, las cosas han tenido siempre un hálito de singularidad. Y en los días soleados de invierno la visión al otro lado de los pontini, sorteando los canales que atraviesan la Giudecca, las casas populares alternando con palacios, la figura del barquero…todo en ese puerto de mar contribuía a crear esa atmósfera onírica, ese sentimiento de extrañeza que en toda mirada ingenua, toda mirada aun no contaminada por la astenia del espíritu, provoca la ciudad de la Laguna. Venecia, como todo aquello realmente conmovedor, sólo se ofrece a quien conserva en su alma un grado de frescor y apertura. La ciudad se esconde ante quien no es susceptible de retorno al estupor. No hay Venecia sin sentimiento de milagro. Milagro que se prosigue en el arco de Rio Della Fornace, en la sucesión de los zatteri denominados allo Spirito Santo y ai Saloni hacia Dogana del Mar.
Pero todo este esplendor tenía una suerte de soporte de veracidad, cuando el enorme edificio frente a la ventana de Luigi Nono, respondía al nombre (molino), que hoy usurpa un impúdico hotel de lujo y cuando – ajena aun a esa parodia que son las embarcaciones de ocio- los sonidos de barcos al que desde el canal de la Giudecca llegaban a los oídos del compositor eran las sirenas de los cargos y trasatlánticos, y el tan singular de los vaporettos en el amarre; cuando-en suma- Venecia era una ciudad al mar y los Zatteri su principal puerto.