Víctor Gómez Pin
La ruptura del vínculo generacional ha desviado a muchas personas de edad más o menos avanzada de la relación con hijos o nietos, de tal manera que un can es para ellas la única y efectiva compañía, tanto en sus domicilios como en sus cotidianos paseos. Pero desde luego esta imagen (a veces tierna, casi siempre punzante, y en todo caso sintomática de uno de los mayores casos de segregación que generan nuestras sociedades) nada tiene que ver con la de la pareja que pavonea a la vez su juventud y su sentimiento de «buen balance», acompañada de dos mascotas recién adornadas por el peluquero.
En ocasiones el contraste roza la impudicia. En los momentos álgidos de la pandemia, el diario La Vanguardia publicaba la imagen de una larga fila de personas recurriendo a los servicios de un comedor social, a cuyo lado una joven de saludable aspecto y ademán distendido paseaba sus dos caniches.
Pero quisiera poner de relieve los recovecos y ambigüedades de la persona protagonista de una tercera imagen. Primeras horas de un domingo barcelonés. Una muchacha provista de una especie de guante de plástico destinado a recoger los excrementos de su perro, mira furtivamente con la esperanza de que la ausencia de testigos le permita sustraerse a este deber. Desde luego, muestra de incivismo, pues si ha escogido la opción de convertir a un perro en mascota, entonces ha de asumir las incomodidades que ello comporta. Pero quizás hay algo más.
Como ocurre con tantos comportamientos interiorizados y que uno cree brotar de su interior, la decisión de adoptar un can quizás no fue en su caso fruto de una elección, sino de una obediencia: obediencia a algo que homologa en el entorno social de los barrios de muchas ciudades europeas, pero que choca con un saber inherente a la naturaleza humana, saber que, en un nivel más o menos repudiado, no puede dejar de operar y que debilita el sentido de compromiso ciudadano en relación a la responsabilidad que ha asumido al adoptar un perro.
Pues esa muchacha sabe en su fuero interno que el otorgar a un animal el sitio que debería estar reservado a un ser humano, otorgar a un caniche los cuidados y las caricias que deberían ser privilegio de un bebé, es un acto no solo contrario a la naturaleza propia del ser humano (esencialmente marcada por los símbolos), sino también contraria a la naturaleza del propio can, convertido en fetiche de una especie ajena, y conducido a adoptar comportamientos de esta especie “protectora”, que sustituyen a los determinados por su propia naturaleza.
Hay directa proporción entre la proyección sobre animales del instinto de especie y el desconocimiento de la naturaleza de esas especies sobre las que se efectúa la transposición. Entre otras razones, porque aquellos animales con los que se convive en las ciudades han alcanzado a ser una caricatura de los comportamientos humanos.
En cualquier caso, mientras la denuncia de los abusos de los gestores del orden económico y social imperante sea compatible con la presencia en nuestras ciudades de imágenes como alguna de las evocadas (una moza paseando en plena pandemia sus dos canes junto a la cola de seres humanos ante un comedor social; una muchacha pizpireta acunando un perro a modo de un bebé, a escasa distancia de un ser humano literalmente tirado y abandonado en la calle por la sociedad…), mientras no se proclame lo insoportable de las mismas… la reivindicación de la salud del planeta será simplemente un parapeto ideológico.
Puede que objetivamente no haya nada que hacer para poner fin a esta vergüenza, pero lo insufrible es que no parezca una vergüenza mayor, que se repita una y otra vez que un deber no excluye el otro y que de momento vamos garantizando el deber con los animales y difiriendo sine die el deber con los humanos.