Víctor Gómez Pin
Me he referido aquí en ocasiones al hecho de que se nos presente como universales antropológicos, casi como expresión de una necesidad natural, ciertas instituciones perfectamente contingentes, que reducen la potencialidad social de nuestras aspiraciones, nuestros afectos o nuestra sexualidad, canalizando al servicio de las mismas asuntos tan trascendentes para la especie humana como el sentido que debemos dar al relevo de las generaciones. Un ejemplo:
Cuarenta años atrás era común en toda Europa la mirada crítica reflejada en películas como Family life del británico Ken Loach, hoy sin embargo la crisis sirve de coartada para que se expanda la tesis de que extra familiam nulla salus de tal forma que adaptarse al angosto horizonte que conduce a la locura a la protagonista del citado film, es considerado un precio menor a pagar por tener un resguardo ante la intemperie ( no es necesario evocar al primado Rouco, el principal dirigente de Esquerra Republicana de Catalunya mantenía análogas posiciones en una entrevista realizada hace unos meses, y no es el único en partidos de trayectoria laica).
Y como no podía ser menos, este camuflaje de los aspectos alienantes de estructuras colectivas y la pasiva sumisión a las mismas se traduce en pusilánime tendencia a negar la miseria subjetiva, cumpliéndose así en ambos registros el dicho según el cual jardines fantasiosos camuflan la presencia de sapos verdaderos. Pero el camuflaje no siempre alcanza a velar los desproporcionados ojos, que se agigantan una y otra vez en el mundo de los sueños, un mundo que es garantía de encuentro con lo real precisamente porque nada puede ya entonces ese sujeto de la cotidianidad que aplica mil argucias para soslayarlo. De ahí que si para nuestra entereza quizás sea confrontación mayor el pensamiento del último sueño, para nuestra pusilanimidad es ya prueba excesiva el sueño más trivial.