Víctor Gómez Pin
En estas reflexiones he enfatizado en muchas ocasiones la tesis de que la riqueza del lenguaje exige la subordinación a sus fines propios de la subjetividad de los seres lingüísticos. O mandas tú, es decir utilizas el lenguaje, o manda el lenguaje, es decir te sumerges en su seno y te dejas llevar por sus leyes internas. Todos tenemos el sentimiento de que, por triviales, vanidosos, ridículos, y hasta canallescos que puedan mostrarse en la cotidianeidad de sus vidas, característico de los grandes de la literatura es que estos rasgos de su subjetividad fueron barridos en el momento de la creación. A través de ellos hablaba entonces la humanidad, esa humanidad perdida que -en momentos privilegiados y gracias a su esfuerzo- también nosotros recuperamos.
He evocado respecto a esta exigencia de subordinación los versos de Víctor Hugo, según los cuales "ha de crecer la hierba y han de morir los niños". Versos citados por Marcel Proust en relación a las condiciones de posibilidad de las "grandes obras", sustentadas en ese pequeño milagro consistente en que alguien trabe una frase jamás antes pronunciada, una frase que enriquece el acerbo del lenguaje: habría en ello la prueba de una disposición casi heroica en los seres humanos.
Y sin embargo no puedo dejar de vincular lo que precede a ese sacrificio de la subjetividad que se da en un registro en principio totalmente diferente. Pues hay seres humanos en quienes rige la máxima de que los afectos y deseos, las ansias de posesión o reconocimiento, y hasta la salud física, han de ser subordinados cada vez que entren en colisión con la norma severa que rige el movimiento de esa extraordinaria abstracción que designamos con el término dinero. El dinero es tan eidético o inmaterial como el significante lingüístico y comparte también con este último la propiedad de impregnar las cosas materiales, incrementando por su misma acción la superficie de porosidad a fin de que la impregnación sea exhaustiva. También el dinero fecunda como lo hace el lenguaje, y el precio de tal fecundar, la hierba robusta que constituyen sus grandes templos, exige asimismo "que los niños mueran". Sacrificio del que, para mostrarse auténticos siervos, los hombres dan muestra disponiendo sobre la pila a sus propios hijos.