Víctor Gómez Pin
XIV La soledad del filósofo: reduccionismo y antihumanismo
Nadie puede hoy negar con un mínimo de apoyo racional ( los teócratas del llamado Tea Party han renunciado totalmente al mismo) que el hombre es un resultado de una compleja historia evolutiva que arranca con la aparición de materia y an-timateria (quarks y anti-quarks, millonésimas de segundo después del big-bang y a temperaturas de diez elevado dieciseis grados Kelvin), pasa por la aparición de la vida, y se concretiza como emergencia de ese singularísimo código de señales que es el lenguaje humano (singularísimo en razón de que en ocasiones trasciende la función misma de los códigos de señales animales).
¿Quiere ello decir que el hombre es un ser natural como los demás, susceptible en principio como todos los seres naturales de ser explicado por el conocimiento científico e incluso reducido por el mismo? Ello sólo puede ser sostenido negándose a efectuar una distinción esencial por cuya aceptación cabría caracterizar la disposición filosófica, a saber la distinción misma entre el fenómeno natural del que cabe dar cuenta, y la razón misma que da cuenta.
Podemos explicar el comportamiento de las partículas remontándonos casi a los orígenes, a la dialéctica entre las formas primitivas de materia y anti materia; podemos, en el otro extremo del devenir del universo, dar cuenta del funcionamiento de las neuronas, incluído el funcionamiento del cerebro humano…pero no podemos dar cuenta de lo que significa dar cuenta; no podemos dar origen a la razón, porque el origen como el devenir y el reducir son producto de la razón misma.
Y nosotros (en el sentido que el llorado filósofo catalán Ramón Valls utilizaba en su libro Del yo al nosotros) somos ese dar cuenta por esencia irreductible. Este sentimiento de veracidad opuesto a toda creencia, esta seguridad de que la razón y con ella la humanidad va por delante, es lo que distingue la actitud filosófica de la que no lo es, y por eso los filósofos (tan a menudo indiferentes al contenido concreto del discurso de sus colegas) se reconocen entre sí, se reconocen en su singularidad.
Me atrevo a escribir que entre el filósofo y el que no lo es la diferencia no reside en el conocimiento o en la información (ya sea relativa a la historia misma de la filosofía), sino en esta apertura a la propia humanidad. Ante quien no la muestra, cualquiera que sea su grado de sofisticación en el terreno de la ciencia y aun del arte, el filósofo se encuentra esencialmente perdido. Las diferencias respecto a cualquier asunto concreto (que podrían eventualmente ser objeto de racional acuerdo) vienen perturbadas por esa diferencia de actitud y el filósofo experimenta un sentimiento de profundo desarraigo.