Víctor Gómez Pin
He recordado aquí en varias ocasiones que el trabajo de todos los grandes del verbo sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aun mayor. Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese verbo al que hacen referencia los evangelistas; potencia que no nos arranca al mundo, pero sí nos hace sentir que lo irreversible del devenir del mundo no es lo único que nos determina. Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que, en la inmediatez natural, coarta nuestra libertad; apuestan a que pueda rescatarnos del vejamen que para el ser de palabra supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora. Y saben que los demás esperamos de ellos que se sacrifiquen para desplegar esta potencia, a lo que contribuimos también todos y cada uno de nosotros cada vez que asumimos nuestra singular naturaleza, cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento un fin en sí.
De esta asunción plena de nuestra naturaleza se deriva la preocupación por la naturaleza en general, y la exigencia del cuidado de las demás especies vivas. Pues alcanzando razones para amarse a sí mismo, alcanzando razones para escapar al nihilismo, entonces el hombre, el único ser en quien la historia evolutiva encuentra espejo y testigo, se sentirá por añadidura garante de la riqueza y salud de la naturaleza de la que procede en exclusiva, pero que ha dejado atrás en su forma elemental. En el momento en que escribo estas líneas hay en nuestro país un tenso debate en el que en base a convicciones presentadas como filosófico-científicas se propone la homologación en derechos de ciertos animales superiores y el ser humano. No hay duda de que la genética proporciona en este caso una base (baste recordar el alto grado de homología genética que se da entre los grandes simios y el ser humano). Sin embargo la radicalidad de determinadas posiciones hace pensar que la ciencia sirve en realidad de coartada para posicionamientos cuya motivación subjetiva se halla muy cerca de la que determina a la actitud religiosa. Religiosidad tan radical que, a diferencia de la cristiana o la islamista, parece determinada por una radical voluntad de negar la naturaleza propia del ser humano y su singularidad en el seno de la animalidad y la vida. Me atrevo a decir que se trata de la mayor creencia nihilista de la historia conocida del ser humano, y desde luego incompatible con la apuesta por la fertilidad del lenguaje de la que el trabajo de los grandes escritores es símbolo.