Víctor Gómez Pin
Antes de ir al asunto, una consideración sobre un término. Un concepto muy general de cultura es el siguiente: acumulación de conocimientos y hábitos a través de los demás, que normalmente pertenecen a la generación precedente. En tal acepción, es obvio que no cabría excluir de la cultura a especies animales diferentes del hombre, es decir, la separación respecto a la inmediatez de la naturaleza que se asocia al término cultura no sería un rasgo exclusivo de nuestra especie. Franz de Waals formula la pregunta, y da clara respuesta:
“¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información” (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16.)
El autor da varios ejemplos de reacciones marcadas por la cultura. La respuesta correcta de un pequeño simio amenazado por un depredador depende de la condición de este (si se trata de un leopardo, encaramarse a un árbol; si se trata de una serpiente, mantenerse erguido en la hierba). Los simios van aprendiendo con el tiempo cuál es la respuesta correcta en cada caso, pero ello no se debería tan sólo a la experiencia (corrección progresiva de respuestas erróneas), sino a información recibida de sus mayores y en general del resto del grupo. De ello sería prueba el hecho de que aquellos de los pequeños que observan cómo reaccionan los mayores, en la siguiente alarma responden correctamente en mayor medida que los poco observadores. Si la reacción estuviera determinada por la genética esta diferencia no se daría.
Pues bien, parto de este concepto inclusivo del término “cultura”, que posibilita diferenciar entre lo que aún es cultural, lo que está dejando de serlo y lo que vendrá a suplantarlo, para intentar explicar un comportamiento colectivo del que la prensa se ha hecho eco.
En la plaza de toros de Pamplona, ciertos grupos, más bien anti-taurinos pero que sin embargo no quieren dejar de participar en el ambiente bullicioso de las peñas, alzados con sus cantos (más o menos expresivos de un grado de ebriedad) en los intermedios entre toro y toro, cuando el toro surge del toril, siguen de pie con su alboroto y cantos, pero dando la espalda al ruedo, para hacer explícito que no quieren presenciar el ritual que, en sus ocasionales conversaciones sobre temas éticos, llegan incluso a calificar de asesinato. Este comportamiento llama la atención por ser expresivo de una suerte de interna contradicción.
En el caso de estos jóvenes de Pamplona, lo taurino en sus múltiples dimensiones, es simplemente algo que forma parte de su herencia cultural inmediata: existencia al menos hasta años recientes-de ganaderías en la parte meridional de Navarra, diversas modalidades de juegos con el toro (que los niños imitan desde muy pronto), presencia de metáforas taurinas en las dos lenguas de la comunidad, y desde luego una tradición oral de anécdotas, más o menos exageradas, relativas al encierro, cuyos protagonistas son parientes de generaciones anteriores, a veces la inmediata.
¿Qué determina, pues, el prurito de no contemplar lo que acontece en el ruedo, entre toro y ser humano, en ocasiones con tintes dramáticos? Ni siquiera cabe hablar en este caso de incoherencia, pues el acto de repudio no es resultado de una convicción que choca con otra sustentada en diferentes cimientos. Se trata, por un lado, de algo (lo taurino) que se hereda, como se heredan todos los hechos culturales, y por otro lado de obediencia mecánica a un mandamiento que aún no es cultural (aun no es resultado de los valores heredados por generación precedente), pero que quizás llegará a serlo, si deja de ser imitación de una concepción ajena de la relación entre animales y humanos, para ser plenamente interiorizada.