Víctor Gómez Pin
Arrastrar la vejez como se arrastra un fardo, escribía ayer en relación a esa pretensión de ser amado no por la actual condición sino por la que ya has perdido. A edad muy avanzada una persona puede ser amada por las eventuales virtudes morales, por la tensión con la que mantiene la vida del espíritu (así el evocado caso de Rita Levi-Montacini, que conserva a los 100 años no sólo la lucidez, sino la voluntad creativa en disciplinas en la que tantos tiran la toalla apenas alcanzado el medio siglo), o simplemente por la entereza con la que se contempla de frente la debilidad de cuerpo y espíritu, sopesando si el platillo de la dignidad sigue o no prevaleciendo sobre el platillo de la decrepitud.
Lo que no cabe -salvo en esa corrupción del amor que es el gusto por lamer el muñón del leproso- es que sea realmente amada la persona que reduce su existencia a gestionar los dividendos de lo que un día fue fertilidad creativa y en consecuencia objetiva riqueza. Incapaz ya de forjar una fórmula o labrar una frase, pero engañándose a sí misma con la vana esperanza de que los demás no percibirán esta impotencia suya, esa persona pide del otro a vez la devoción ante el genio y la sumisión ante el amo; exige que al tenderle las pantuflas que no puede alcanzar por sí misma (en razón aun más de la pereza que de la enfermedad), se alcen unos ojos que conserven un rescoldo de embelesada y juvenil inocencia.