
Víctor Gómez Pin
He presentado a Rita Levi- Montalcini como emblema de una apuesta radical por la capacidad del espíritu humano para enfrentarse a los efectos mecánicos del cambio destructor. Me refería a esta gran luchadora convencido de que el soporte último del nihilismo es un sentimiento de impotencia respecto a sí mismo (doblado a veces de sensación de impostura, de que jugamos un papel que realmente no es el nuestro) y de sospecha respecto a la capacidad de los demás. Cuando el nihilismo vence se impone la convicción de que la vida se reduce a miseria objetiva, en ocasiones doblada de barniz decorativo.
Pero una cosa es la tiniebla que mueve a retirarse vencido a los arcenes, tras tirar la toalla ante los asaltos combinados del cambio destructor y de la ideología a su servicio (esa ideología de la que, sin saberlo hacía gala el grupo Bourbaki), y otra mucho más sórdida es la impostura consistente en mantenerse en escena, exigiendo los aplausos sólo debidos al espíritu que realmente resiste y combate.
Esta sombra caracteriza en ocasiones el alma de los que un día fueron creadores, artistas, científicos o filósofos. A veces, reducidos a espantajos, a simulacros de lo que un tiempo representaban ante sus propios ojos y los de los demás, portan unas grasientas alforjas de las que extraen a intervalos retazos de su antigua riqueza. Nadie se engaña realmente ante ellos, pues el que se aviene a vivir de su pasado no sólo es objetivamente estéril sino que, a fin de disimularlo, está condenado a la vanidad. Tremendas figuras de viejos en cuerpo y alma que nadie puede amar realmente, aunque a ellos se acerquen jóvenes seres en busca, no de una imposible fertilización, sino (como garrapata que vampiriza un perro escuálido) de un lugar en la bolsa de las vanidades. Ni apuesta al futuro, ni vender el pasado: tal es la condición de posibilidad de no arrastrar la propia vejez como se arrastra un fardo.