Víctor Gómez Pin
Lo que la ley podría hacer por Tony Nicklinson.
Leo en El País del 3o de enero una punzante crónica de Walter Oppenheimer sobre Tony Nicklinson, ciudadano británico que en 2005 sufrió un derrame cerebral que le provocó una parálisis de cuello abajo. Como el lector adivina, la crónica nos invita una vez más a una reflexión sobre la eutanasia. Pero desde luego no tendría un efecto tan incisivo si Oppenheimer no describiera el asunto con tal honradez que el caso de Nicklinson se convierte en imagen verídica no ya de la tragedia que siempre se cierne sobre la especie humana, sino asimismo-y sobre todo- de los sombríos tintes sobreañadidos por el cúmulo de simulacros, construcciones edulcorantes de nuestra condición, artificiosas obligaciones "morales", y desde luego resentimiento e implacable odio contra quien de signos de resistencia, que convierten a la sociedad en un fétido entramado de mentiras, y eventualmente en un marco de complaciente tolerancia con prácticas rayanas a la tortura.
Lo que acerca el caso de este hombre de admirable lucidez a la situación potencial de cada uno de nosotros son las tremendas declaraciones de su mujer que aquí reproduzco:
"Mucha gente cree que Tony quiere morir mañana, pero no es eso lo que quiere. Sabe que llegará el momento en que su vida se convierta en algo insoportable y que quiera acabar con eso. Quiere saber que, cuando llegue el momento, será capaz de hacerlo. Porque ahora no puede…[tras un gesto de su marido] quiere saber que en el futuro podrá acabar con su vida". Obviamente ahora no puede porque depende de otro para sus más elementales necesidades y hasta para decir si quiere o no vivir, y precisamente protesta por esta limitación respecto a lo que considera un derecho esencial. La sociedad no puede curarle de su enfermedad, pero sí puede abolir la discriminación en la que se encuentra respecto a la posibilidad de acabar o no acabar con su vida. Volveré luego sobre este tema central. Ahora transcribo las palabras del propio Nicklinson:
El plan B) de Tony Nicklinson
"Para mí los cuidados paliativos no significan nada…Mis opciones son limitadas. Puedo seguir así hasta que muera (porque el estado me dice que tiene que ser así: plan A). Puedo dejarme morir de hambre [en realidad posiblemente tampoco le dejarían], una forma especialmente horrible de de marcharse y angustiosa para mi familia. Puedo ir a Dignitas [institución suiza que facilita la muerte…si puedes pagártela], pero no tengo las más de 10000 libras que costaría.
La gente no se da cuenta de lo que es tener un plan B (la capacidad de decidir dónde, cuándo y cómo morir). Sufro una constante y extrema angustia mental sabiendo que no tengo un plan, una vía de escape realista para el momento en que la vida se me haga insoportable "
Es simplemente tremendo. Las de por sí duras condiciones de vida de Tony Nicklinson se ven agravadas por la imposibilidad en la que se encuentra de decidir si así la vida vale o no la pena, y actuar en consecuencia. Como él mismo dice el conocimiento de esta impotencia le produce una permanente desazón, quizás tanta como la que la provocada por su propio estado físico. Si la ley cambiara, este sufrimiento sobreañadido no se daría. Quien sabe si no es precisamente este suplemento contingente de su mal el que le impide reconciliarse con la vida. Sí, me atrevo a avanzar esta hipótesis, obviamente no científica, pero desde luego filosófica en el sentido de que su verosimilitud nos concierne a todos: una sociedad que facilitara la muerte en condiciones de dignidad, facilitaría la reconciliación con la vida y en consecuencia con la sociedad; haría pues menos omnipresente y obsesiva la idea de escapar a la vida.
Capataces del infierno
El infierno de Tony Nicklinson reside quizás en la ley que le impide salir del infierno. Los defensores de la ley quieren que no cese la "extrema angustia mental" de este hombre. Entre tales "hombres de voz dura" no cuentan los miembros de su familia . Todos están de acuerdo en que Tony comparta con ellos su vida mientras, pese a su estado, le parezca que vivir es bueno.
Los capataces del infierno son otros. Lo hacen en nombre de la sociedad (en ella vives y no tienes derecho a evitarla), del amor de los suyos, o del amor de Dios, sobre todo quizás del amor de Dios: El Señor otorga …el Señor retira . Alabado sea el Señor. Pero se da el caso de que Tony no se siente en deuda con tal Señor, simplemente porque nunca ha creído en el mismo. Pero son los que sí creen los que (quizás precisamente en razón de su obediencia)…mandan. Mandan incluso por mediación de aquellos que pretenden no creer, pero que "respetan" los principios sociales de los creyentes, hasta el punto de hacerlos propios e imponerlos a los demás bajo modernos ropajes. Y así las sociedades laicas de Europa siguen tolerando miles de casos como el del lúcido y valiente Tony Nicklinson.
Se ha anatematizado mil veces el régimen de los khemeres rojos (y en general todas las formas de estalinismo) por el hecho de anteponer un ideario abstracto a los deseos de las personas que deberían encarnarlo. Mas también entre nosotros la ideología del pretendido bien prima sobre aquello que, sin ser lesivo para nadie , uno considera un bien propio, o al menos un mal menor. El ideario del carácter sagrado de la vida pesa como una losa sobre lo que de vida humana propiamente dicha le queda a Tony Nicklison, con cuya visión de la sociedad que constriñe su libertad, sólo difiero en un extremo importante:
Nicklison afirma sentirse discriminado en razón de que por su incapacidad física se le impide la libre y consciente elección de dejar la vida. Pues bien, también los que no sufren incapacidad física están discriminados. Aun obviando los casos de confinación en cárceles, hospitales, manicomios etcétera (hay centros de detención en el mundo dónde las paredes son acolchadas para que el torturado no pueda destrozarse contra ellas), el potencial suicida no tiene libre acceso a la forma de muerte voluntaria que despierta en menor medida sus fantasmas conscientes o semiconscientes de mutilación.
El ser de palabra imagina su muerte, y esa muerte, que precisamente por ser imaginada nada tiene que ver con lo absoluto de la misma (imaginar la muerte propia equivale a intentar ese imposible que sería ser testigo de la propia ausencia). Mas lo cierto es que este despliegue imaginario serena o suscita fobias, y ello no siempre de manera coincidente en los diferentes individuos. Para uno es insoportable la idea de estar esperando a que produzca su efecto la dosis de barbitúricos, mientras que para otro, lo insoportable es la imagen de quiebra del entero cuerpo al arrojarse a un precipicio. No hay quizás buena muerte pero hay muerte menos mala según los casos. El ciudadano deseoso de acabar, al que se le excluye de la medicación sedativa, puede sentir tremenda desazón sabiendo que quizás se vea abocado al primer tóxico a mano, lo que podría denominarse complejo de Madame Bovary.
La sociedad en que proliferan cárceles, manicomios, industrias contaminates y esclavizadoras de sus operarios, trabajo embrutecedor y temor al paro…la sociedad de la nueva y de la vieja miseria considera ilegítimo que alguien pueda con lucidez y hasta serenidad decir que se acabó. Los que, como a tantos otros, niegan a Tony Nicklinson el principio de elección sobre su propia muerte, están posiblemente cegados por alguna de esas ideologías de la salvación que engrasan este edificio de la infamia y la mentira, son de alguna manera voluntarios capataces de una causa, pero en este caso el capataz carga en exceso la suerte, se gusta en esta su función de capataz del infierno.
Postscriptum
Me había propuesto retomar la reflexión interrumpida hace unas semanas sobre cuestiones vinculadas a lo que en otro tiempo se llamaba filosofía natural; cuestiones que aquí he reivindicado muchas veces como expresión de un tipo de interrogación inherente a la condición humana y que sería parte de la atmósfera espiritual de todo ciudadano, si simplemente las condiciones sociales no lo impidieran.
Tenía escrito ya incluso el primer texto, pero una bien comprensible reacción a la lectura de la crónica de Oppenheimer me obligó a postergar el asunto, esperando que no sea algo permanentemente diferido. De hecho ya planteaba, sin conciencia de ello, la alternativa cuando, en una de las columnas anteriores, por un lado decía que nadie debería renunciar a su capacidad de reflexión sobre el entorno natural y el propio ser del hombre, y por otro lado me refería a la praxis en contra de la alienación social como primer paso de la actitud filosófica. Efectivamente en misa y repicando, en la exigencia conceptual y la denuncia de la mentira que, fruto posiblemente de la cobardía, da lugar a la parodia de polis, que constituyen nuestras sociedades en las que la actitud filosófica es el enemigo, precisamente porque se mantienen precisamente en base a reprimir en cada uno de nosotros la irrenunciable aspiración a ser lúcidos. Exactamente la situación por la que el restaurado régimen democrático de Atenas era incompatible con Sócrates.