
Víctor Gómez Pin
Flaherty hace revivir en nosotros la nostalgia de una naturaleza cuya belleza su cámara crea tanto como ilumina, sin invertir nunca el orden jerárquico que ha de hacer del hombre el centro de nuestra empatía. Nunca he visto imagen más delicadamente expresiva del lazo con los animales que la del bebé de Nanook rodeado de cachorrillos de los mismos canes que utiliza en sus cacerías. Pero en todo momento es patente que la dureza (no forzosamente miseria) de la vida elemental exige que los animales más queridos ocupen un lugar nunca confundido con el lugar del hombre. Esta misma distinción jerarquizada posibilita que el segundo sea eventualmente un protector de los primeros… amenazados en el seno de su propia especie: Nanoook construye un refugio paralelo para los evocados cachorros, evitando así que sean devorados por los canes que, hambrientos, duermen a la intemperie. Sólo en nuestros tiempos es preciso hacer explícita la obviedad de que Nanook no mantiene a los canes en el frío exterior por deseo, sino por necesidad. Necesidad que exige en ocasiones confrontarse a ellos y reducirlos. Tremendas son las imágenes en las que, mientras Nanook les arroja los despojos de la presa que los hombres han comido, los perros dan signos de rebeldía y la tensión contagiosa del cazador parece traducirse en un temblor de la cámara.
El sabio equilibrio entre fascinación por la naturaleza (pocas veces se han logrado imágenes tan bellas de paisajes inhóspitos) y reconocimiento de su necesaria subordinación a la vida del hombre hace de "Nanook el esquimal" no sólo un testimonio humanista sino, de hecho, profunda y auténticamente ecológico, que debería constituir un instrumento en la educación general. Temo que lo impida esa "ternura común" que aspira a la existencia de las cosas naturales, de la vida y hasta del lenguaje sin el inevitable precio de la polaridad y la contradicción.