Víctor Gómez Pin
Parábola del pensador
He señalado ya que el permanente diálogo interior de Crusoe no es en esencia diferente al del Einstein que, en su oficina de patentes de Berna carece de interlocutor que pueda ayudarle en su hipótesis de que, pese a las múltiples evidencias de que la luz se comporta como un continuo ondulatorio bien pudiera constituir un discreto conjunto de partículas.
El que barrunta algo en contra de lo establecido y comúnmente aceptado carece por definición de maestro que le indique las etapas a cumplir y los medios más económicos para ello, es inevitablemente auto-didacta.
Crusoe es así espejo en el que puede reconocerse toda persona autodidacta, ya se trata de la construcción de objetos u instrumentos, ya se trate de la simbolización matemática o artística. La cosa es particularmente nítida en los casos de apuesta desinteresada. Sólo si el tiempo apremia, es más valorable el vencer la resistencia que presenta una fórmula con ayuda exterior que el llegar a hacerlo en lucha con la resistencia que supone la inercia interior.
El autodidacta (en nuestro tiempo hay algún ejemplo de pensador eminente que lo es) que se enfrenta a un problema de filosofía fundamental ha de luchar por hacerse con los instrumentos técnicos sin los cuales no podría dar un paso y lo hará ya sea en noches de insomnio porque en ello está en juego sino su vida sí al menos su humanidad.
Baste recordar una vez más que en determinado nivel de reflexión todo el mundo es necesariamente autodidacta para que esa obra de Daniel Defoe a la que aquí vengo refiriéndome se erija en parábola sobre la confrontación esencial- siempre con uno mismo- a la que estamos abocados, meramente por el hecho de ser hombres.