Víctor Gómez Pin
Hace unos años, desde su cama en la planta de un hospital para seres desahuciados, un hombre dedicado a una profesión rara y peligrosa, que era reflejo (en su dicción como en sus gestos y hasta en la firme configuración de su cuerpo de campesino) de una especie de cartesianismo espontáneo, de una inclinación digamos natural a hablar "claro y distinto", justificaba la decisión de haberse enfrentado a su tarea mermado de facultades (lo que había precipitado su derrumbe físico) porque había dicho que lo haría y que "un hombre sin palabra no es un hombre" (caracterización de la hombría y hasta de la humanidad-animal con logos que algún colega en cuestiones especulativas haría bien en retener). En su compromiso con la palabra… falló sin embargo el cuerpo; la herida provocada por un previsible accidente reabrió otras apenas suturadas y empezó para este hombre una cuesta abajo que acabaría por apartarle no ya de su trabajo sino de la vida.
Tales seres parecen remitir a una suerte de oscuro y perdido código moral, casi un código de honor, en el que prime la asunción lúcida de la finitud (denostando en consecuencia el que las huellas del tiempo en los cuerpos, sean perturbadas y hasta corrompidas por las huellas que en esos mismos cuerpos deja el rechazo fóbico de lo inevitable) y ello como condición de posibilidad de apertura tanto al destino propio como al destino de los demás hombres.
Si el ser humano se instala en esa tesitura en la que meramente espera del cuerpo que no falle, es porque una exigencia de lucidez le hace situar en el lugar preponderante lo esencial y confrontarse con entereza a ello. Tiene para tal confrontación el arma imprescindible, el espíritu en la riqueza de su forma elemental, la palabra en su desnudez. El cuerpo del que se espera meramente que responda es ese cuerpo al que hace un tiempo me refería como aquel en el que todo ser humano habría de reconocerse, cuerpo en el que se perciben los rasgos de ser lo que todo humano debería haber sido.