Víctor Gómez Pin
La emergencia del hombre es indisociable de ese radical momento de discontinuidad en la historia evolutiva que supone la aparición de una especie cuyos miembros se vinculan mediante un sistema de signos que tiene una estructura y una función irreductibles a las de un mero código de señales. Cabe, pues, decir que cada vez que un niño se inscribe en el orden lingüístico (gracias a la actualización por la cultura de sus capacidades innatas) está de alguna manera rehaciendo el proceso que condujo a la aparición de la humanidad.
Pero la inmersión en el lenguaje no significa sólo añadir a la relación de un ser animado con el entorno natural una relación autónoma con el universo de los signos. Significa también que la primera inserción queda radicalmente perturbada por la segunda, es decir, que la naturaleza se hace ya indisociable de su simbolización.
Muchas son las consecuencias de esta imbricación entre percepción del entorno natural y vivencia simbólica. Sin vincular el problema explícitamente a la cuestión del lenguaje, la filosofía kantiana enfatizaba el hecho de que la percepción por el sujeto humano de su entorno empírico se halla sometida a una intuición a priori que determina la naturaleza del propio sujeto. Kant afirmaba que tal marco no era otra cosa que el tiempo y el espacio. Ese marco del que el hombre sería portador, y al cual todo objeto empírico habría de plegarse a fin de poder ser percibido, obedece estrictamente a una rigurosa ley interna, y ésta ley no es otra que la que mueve los hilos de la geometría euclidiana.
Es un lugar común de la divulgación científica contemporánea la afirmación de que la geometría euclidiana ha perdido su prioridad a la hora de dar cuenta del universo. Ello en razón de que el espacio newtoniano en el cual las leyes de tal geometría se cumplirían (a saber, un espacio de curvatura nula) carecería de objetividad física.
Y sin embargo, la geometría aprendida en la escuela sirve al hombre y ordena su mundo. Sirve la geometría euclidiana, porque sella nuestra mirada desde que abrimos unos ojos propiamente humanos (es decir, unos ojos exhaustivamente permeables al lenguaje y a los símbolos). Por ello, la geometría es enormemente valorada por los niños en el aprendizaje escolar, y toda quiebra en la capacidad de simbolización que representa el aprendizaje geométrico es vivida como mutilación dolorosísima.
El niño ama la geometría porque su pulsión por ubicar las cosas en el entorno, midiendo y sondeando las distancias entre ellas, es una operación indisociable de su capacidad misma de reconocer e identificar tales cosas. Este vínculo entre la identidad misma de las cosas y su caracterización geométrica, supone que la debilidad en la capacidad de discernimiento en el registro geométrico se traduzca en astenia de la capacidad perceptiva general.