
Víctor Gómez Pin
Decía ayer que recientemente se inauguró en Nueva York la Tony Blair Faith Foundation, cuya vocación es la de luchar contra la enfermedad y la pobreza. Se sabía que El ex –Premier era un hombre devoto. Se sabía también que esta devoción le acercaba a Roma, aunque prudentemente no diera el paso de la conversión a la verdadera hasta haber dejado (si a tal desastre se le puede calificar con un término que parece implicar voluntad libre) el cargo. Se sabía incluso que, ante el enorme peso que para su conciencia cristiana y social-demócrata, suponía su responsabilidad en un conflicto que acarrearía víctimas por centenas de millares, tuvo la suerte de que El Señor nunca le abandonara ("Me apoyé en Dios" llegó explícitamente a declarar).
A diferencia del miserable siervo del texto evangélico que no hace fructificar el único talento que su amo le concede en préstamo (lo cual supone para el pobre diablo ser expulsado a las tinieblas exteriores donde "será el llanto y el crujir de dientes"). Tony Blair sí tiene muy en cuenta que El Señor es un amo implacable, que exige dónde no ha dado y recolecta dónde no ha sembrado, de ahí que se haya propuesto que el modelo americano, en el que religión y política son aspectos inseparables, se generalice. Su fundación es un precioso vehículo para tan loable objetivo, alcanzado el cual no se dará ya el caso de que un político europeo se vea dificultado para, a diferencia de Bush, rezar en público (cosa que, confiesa Blair, constituyó durante su mandato la mayor de las frustraciones).
En la presentación de la Fundación para la fe Blair contó con el impagable apoyo de Bill Clinton, otro reconvertido a la causa de la paz, quien precisamente por no compartir el Credo papal, se haya por ello en condiciones óptimas de apoyar las palabras del ex mandatario británico: "No se me ocurre ningún objetivo más importante en el mundo globalizado que promover el entendimiento entre las distintas religiones".
Algún lector de poca fe estimará quizás que objetivo más importante es alcanzar las condiciones sociales de posibilidad de que el hombre, asumiendo con entereza su condición y su destino, no necesite en absoluto apoyarse en Dios. Pero tal lector, precisamente por su poca fe, estará solo en el lecho de muerte. Solo y hasta quizás sin un duro… a diferencia del literalmente afortunado Tony Blair, asunto éste del que me ocuparé mañana.