Víctor Gómez Pin
Las admirables líneas de Octavio Paz, citadas aquí de nuevo en una columna reciente centrada en el tema de la impotencia humana ante la naturaleza, hacen un guiño a la filosofía y aún al arranque de la misma en la controversia presocrática sobre la precariedad del hombre en la guerra abisal entre los elementos: “no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”. Pues bien:
La filosofía es también el trasfondo de la presente reflexión sobre el estado de nuestra sociedad. En múltiples foros he tenido ocasión de señalar que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad humana, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.
Pero, sin ser un rasgo presente en toda sociedad humana, la filosofía es una consecuencia de algo que sí lo es. Pues no hay lugar en el cual los hombres no se asombren ante ciertos fenómenos astronómicos, ante la emergencia de un nuevo ser vivo, ante el hecho de que, a diferencia de un niño que no habla, pero llega a hacerlo, cachorros domésticos como la cría del perro, estando también desde el nacimiento rodeados de seres que hablan, nunca llegan a hacerlo ellos mismos. En fin, no hay sociedad en que el hombre, constatando la finitud de sus congéneres y sabiendo la certeza de la propia, no se sienta “desterrado en la tierra” y no se interrogue por la causa de tal injusticia.
La filosofía es hija de esta disposición interrogante del espíritu humano, pero añade algo a la misma. “Los hombres empezaron a filosofar movidos por el estupor”, dice Aristóteles”, señalando de paso las etapas de tal estupor, en primer lugar, los fenómenos del entorno natural. Es difícil sintetizar el cambio en la disposición ante los fenómenos que lleva a la filosofía, pero si tuviera que avanzar unas líneas diría:
La filosofía es consecuencia de que tal entorno natural es visto como regido por esa intrínseca necesidad a la que hacen referencia los versos de Lucrecio; la naturaleza no es un marco teatral en el que los hombres, y sobre todo los dioses, puedan intervenir cambiando la urdimbre y la trama.
Hija de inquietudes inherentes a todo espíritu humano, a todo ser para el que la tierra es exilio, la filosofía tiene, como decía, lugar de nacimiento en la Jonia de los pensadores presocráticos. Pero, desde este origen, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad.
De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, hoy, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos gracias a una tenacidad literalmente heroica. En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.
En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y, desde luego, las llamadas ciencias sociales. Pero, en todos los casos, la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. La filosofía (por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos) refleja un hastío de la existencia pasivamente aceptada, una nostalgia por reencontrarse en los límites de lo incondicionado.