Víctor Gómez Pin
La presente reflexión se sustenta en una suerte de postulado, del que se desprende una tesis que sintetizo ahora una vez más:
El hombre resulta de una subversión ontológica (sólo comparable a la que supuso la vida) consistente en que un instrumento de comunicación entre miembros de una determinada especie de primates dejó en lo esencial de funcionar al servicio de exigencias exteriores, dejó en suma de ser mero instrumento. Corolario de ello es que, para el lenguaje humano, designar puede constituir como máximo un subordinado punto de arranque.
El lenguaje se muestra entonces como prodigioso encadenamiento de expedientes que sólo al lenguaje sirven, metáforas de ningún modo atadas por exigencias de operatividad o de descripción. De ahí que al conjunto de frutos de tales expedientes no pueda atribuírsele cardinalidad finita y ni siquiera pueda ser ordenado numeralmente. Pues aunque el número de átomos de la naturaleza (y por ende el monto de partículas realmente elementales) sea finito, como el rebelarse del código implica no subordinarse a ese conjunto, la eclosión de frases nunca antes forjadas no está acotada por tal finitud del registro natural. Mas tampoco cabe (entre otras razones porque el distorsionado código no respeta principio alguno que pudiera sustentar una ordenada sucesión) equiparar el fluir de las metáforas a la generatividad infinita de números naturales. El código sólo podría alcanzar a realizarse como infinitud no enumerable del conjunto de las frases susceptibles de ser forjadas. El hecho mismo de que tal infinitud no pueda darse en acto garantiza que quedará siempre una frase por forjar, y en consecuencia que para el narrador o el poeta hay siempre un espacio abierto.
Que por su rebelión el antiguo código ya no dependa de las posibilidades del orden natural tiene como consecuencia la trágica desnaturalización que, para el puro animal que un tiempo fuimos, supone el ser vehículo de palabra. La naturaleza misma viene a ser inscrita en el orden del verbo, viene en consecuencia a convertirse en una idea; viene sobre todo a ser esa idea de la que el código que ha dejado de ser tal tiende a alejarse. El llanto como el goce, de los que la palabra parece alimentarse, son ya efectos de la palabra misma, que aspira literalmente a la pureza. De ello he intentado aquí dar cuenta adoptando como hilo conductor de la reflexión la Recherche proustiana, texto emblemático de la lucha del hombre por reconciliarse con su naturaleza profunda por la vía de la fertilización del lenguaje.