Víctor Gómez Pin
El París al que llegué siendo aun casi adolescente era una ciudad faro. Imagen de vitalidad política y cultural y paradigma de unas libertades todo lo formales que se quisiera pero consideradas preciosas por los que carecían de ellas. Recuerdo la presencia en muchos lugares de enormes carteles con la imagen de Franco y un texto firmado por relevantes nombres de la ciencia y el arte que decía: "Que se lo lleve el diablo y con él a todo su execrable régimen vergüenza de Europa".
Vergüenza abstracta para Europa, pero vergüenza muy concreta para los centenares de miles de españoles que (en Paris como en ciudades fabriles de Bélgica, Alemania o Suiza) vivían un esencial desarraigo, pasando de ser considerados como amenaza potencial para las conquistas laborales duramente conseguidas, a ser objeto de paternalista conmiseración por, además de pobres, llevar el estigma de haber crecido en la opresión y la barbarie. Pues haber nacido, o al menos vivido, en democracia era además de un privilegio un signo de distinción [1]
Me instalo de nuevo en París muchos decenios después, y el azar hace que lo haga en el Boulevard dedicado a ese Voltaire paradigma de la Francia de la laicidad y el librepensamiento. Un París dónde la imagen tristemente pintoresca del clochard ha sido reemplazada por sombrías figuras que hurgando en las poubelles y apostados a la salida de las tiendas y los teatros, encarnan la nueva mendicidad, hija de la generalizada ley que, de Praga a Lisboa, marca el destino a todos los que van quedando en los arcenes del sistema y de la vida; todos aquellos a los que El Capital (como el Señor de la parábola de los tres talentos) considera "siervos ruines y perezosos" que no han sabido poner a su servicio las muchas o pocas capacidades de que fueron dotados.
El París que encuentro ha multiplicado el número de "soupes populaires", y al igual que en otras urbes europeas, el incremento exponencial de solitarios y desclasados incrementa asimismo la paranoia y la desconfianza. Y no obstante hay en París como un rescoldo de resistencia, un rescoldo de ideario republicano, que se traduce concretamente en las dificultades que el gobierno francés ha tenido ( y a mi juicio va a seguir teniendo) para erigir en norma las exigencias tiránicas del mercado. Resistencia que algunos ( cronistas españoles con cierta frecuencia) consideran precisamente como signo de la decadencia de Francia y de su impotencia para seguir contando entre los poderosos del mundo. En cualquier caso Francia es el país dónde la extensión de los valores lepenistas ( compartidos por gente no vinculada directamente al partido del matón) abrió el espacio de la nueva intolerancia europea… y a la vez es el país que más parece resistir a la misma. Vivir hoy en París implica asumir esta contradicción y luchar porque se resuelva en el sentido compatible con la dignidad.
En este día en que escribo, símbolo del tantas veces grisáceo y áspero noviembre parisino, las imagenes de soledad y renuncia apagan el espíritu. Pero en el Boulevard Voltaire ondean aun banderas rojas y en un bistro contiguo a la boca del metro ha llegado un vino primeur de Gascogne. Quizás no todo ello es figura del pasado.
[1] Ya he tenido ocasión de señalar que los hijos de zonas rurales de España que en lugar de emigrar al extranjero lo hacían a Cataluña o el País Vasco eran objeto de una marginación suplementaria en razón de que el régimen intentaba servirse de ellos para diluir la lengua y cultura locales, lo que hacía que en ocasiones fueran considerados como enemigos objetivos de las mismas por los propios resistentes nacionalistas. Eran los terribles tiempos en los que la palabra "coreano" y "charnego" sintetizaban tanto el desprecio al hijo del subdesarrollo como al representante de la identidad española que – ya entonces- alejaba de Europa, esa Europa a la que uno sí pertenecía. Sabido es que, en Catalunya sólo los comunistas del PSUC luchaban consecuentemente contra esta injusticia, e intentaban aunar la causa general de los trabajadores y la de las libertades culturales y lingüísticas. Temo que la desaparición de los idearios liberadores que el PSUC encarnaba se hallan llevado también por delante este anhelo de confraternización.