Víctor Gómez Pin
Las razones para sostener que una entidad clásica, digamos, no pueda alcanzar la velocidad de la luz son múltiples. En conformidad a la relatividad restringida, la masa de una partícula se multiplica por una magnitud que es mayor que la unidad y proporcional a su velocidad. Este incremento de masa hace que la energía necesaria para acelerarla sea también proporcional a la velocidad, y cuándo ésta se aproxima a la de la luz la energía tiende al infinito. De ahí que un electrón pueda ser acelerado hasta alcanzar "casí" la velocidad de la luz, pero que la superación de este "casi" sea una promesa eternamente diferida. Carente de masa, el electrón no presenta este inconveniente relativo a la energía, pero esta ventaja es superflua porque nada aceleró al electrón: nació, como decía, a la velocidad de la luz.
Téngase además en cuenta que la velocidad de la luz es un invariante para todo sistema en movimiento, así que para un observador instalado en el seno del electrón ( o si se acepta la metáfora, para la inteligencia observadora del mismo electrón) el fotón que se desplaza en su misma dirección y sentido lo hace a la misma velocidad que lo hace para nosotros. De ahí que, como indica magníficamente Tim Maudlin, alcanzar la velocidad de la luz sea para el electrón lo que sería para nosotros alcanzar el horizonte.
Cabe señalar que el tachyón, de darse, se encontraría en una situación inversa a la de las partículas del mundo "subluminar". Según su velocidad se incrementara su masa iría reduciéndose, y por el contrario aumentaría cuando se acercara al límite que la luz marca, de tal manera que deberíamos disponer de energía infinita para hacerle traspasar la barrera. Así pues también para el tachyón alcanzar la velocidad de la luz equivaldría a fundirse con el propio horizonte.