Víctor Gómez Pin
La razón (al menos la razón cognoscitiva) no sería fuente alguna de moralidad; en el mejor de los casos su virtud consistiría en adecuarse a esa moralidad natural que Dios nos acordó "graciosamente"; en el caso peor, la razón se erigiría en facultad dominante de la voluntad del infortunado, al que Dios habría dejado de mano. Conservar la gracia equivale a poner la razón en su sitio, subordinarla respecto a la condición natural. Adán y Eva no lo hicieron, y de tal mal uso somos por así decirlo herederos. Si haciendo el bien nos salvamos, no será en absoluto como consecuencia de nuestro libre albedrío sino, por el contrario, de que Dios nos protege de nuestra libertad, haciendo magnánimamente que perdure nuestro estado de gracia.
En el mundo social implícita o explícitamente determinado por referencia al cristianismo, esta visión tiene una inmediata consecuencia, a saber, que la mediación por las condiciones que la iglesia erige en imperativo de salvación es prescindible. Responder a las mismas es eventualmente inútil, pues todo en definitiva depende del lazo directo de cada uno con el hacedor. No estamos lejos del protestantismo luterano: sólo la fe (que en su libertad absoluta Dios otorga o deja de otorgar) salva.
Pero en la atmósfera rousseauniana que estoy evocando, estamos aún más cerca de un radical movimiento que se da en el seno de la propia obediencia católica y muy particularmente en Francia. No olvidemos que el vicario de Rousseau es savoyard, y que Savoya fue lugar dónde tuvo relevancia esa modalidad radical de competencia con la reforma calvinista que fue el jansenismo.
El clérigo holandés Corneille Janssens, o Jansen ( 1585 – 1638) se enfrentó a los jesuitas arguyendo las doctrinas de Agustín de Hipona y lanzó un movimiento espiritual que tuvo gran repercusión en el catolicismo y más allá. Uno de los puntos esenciales de las polémicas de los jansenistas es que sus adversarios otorgaban excesiva importancia a la libertad humana. Los jansenistas ponían en la diana fundamentalmente a las teorías del jesuita español Luis de Molina.
¿Que había pues de singular en las tesis de este filósofo, nacido en Cuenca y enviado por la orden como estudiante de filosofía a Coímbra, de cuya universidad llegó a ser profesor, tras haber seguido quizás las clases del entonces célebre Fonseca? Pues simplemente que Molina abordaba con gran originalidad un problema que recubre una interrogación esencial de la condición humana, a la cual se da en general respuesta negativa. El andamiaje escolástico del asunto era la doctrina de la predestinación, que a muchos parecía incompatible con la no menos canónica doctrina del libre albedrío. Pues si estábamos pre-destinados para el mal o para el bien, ¿cómo es posible que se nos atribuya responsabilidad alguna?
Tesis escolástica comúnmente aceptada era que, a diferencia de la nuestra, la inteligencia de Dios es susceptible de conocer exhaustivamente el futuro, y en consecuencia Dios sabía de toda eternidad si cometeríamos o no actos contrarios a su voluntad, sabía concretamente que podíamos (como Adán y Eva) hacer mal uso de nuestro razón. Pero, aun así, Molina pone el énfasis en nuestro libre albedrío y en un último recurso frente a la secuencia que nos llevó al mal:
Por pecadores que aun seamos, demandaremos la gracia, implorando que aquello que nos condujo al pecado no haya tenido lugar. Gracia que, de sernos acordada (la sinceridad de la petición sería criterio suficiente para el don), supondría intervención humana sobre el pasado, aunque no directamente sino… Dios mediante, pues la veracidad de la petición de gracia lo que hace es desencadenar la intervención correctora del Hacedor. La objeción es inmediata: sin duda Dios había previsto también si haríamos buen uso o mal uso de nuestra capacidad de implorar la Gracia, es decir, de nuestra potencia de intervenir en el pasado, con lo cual todo seguiría predeterminado… de ahí que no hubiera concordia entre los protagonistas de la discusión, a la que el Papa puso fin, acabando por suprimir la Congregación creada ex profeso para decidir sobre el asunto.
¿Qué es, en suma, lo que no gusta a los jansenistas en Molina? Pues en esencia lo siguiente: el hombre gozaría de capacidades que relativizan la potencia de Dios; pues si hacemos buen uso de ellas, ni Dios mismo podría impedir nuestra salvación. Frente a Molina, y apoyándose en interpretaciones de los textos de San Agustín, los jansenistas repudian todo lo que no sea asunción de estar en manos de una voluntad sin limitación posible, ese Señor implacable e imprevisible que "exige dónde no ha dado y recolecta dónde no ha sembrado" de la parábola de los talentos, y tan presente en las máximas de Lutero en "La Esclavitud de la voluntad":
"Es obvio que las malas obras ofenden a Dios. Lo importante es que las buenas tampoco le satisfacen. Merecen su ira, no su favor". Y en otro momento, al constatar que dios condena en ocasiones al que creíamos honesto y premia al que estimábamos malvado escribe: "No nos incumbe investigar por qué lo hace".
En el siglo de Rousseau y Voltaire las doctrinas jansenistas habían sido proscritas en el seno de la iglesia católica: en 1713 el Papa Clemente XI había realizado una condena formal de 101 proposiciones jansenistas y en 1718, a través de una nueva bula, ya decididamente excomulgó a sus defensores. Pero el anatema por parte del Vaticano no suponía que el espíritu jansenista dejara de estar presente dentro de la iglesia y fuera de ella. Pero ¿qué sostenía en esencia el jansenismo? Pues, como ya indicaba en una columna anterior, que hubo un momento en el cual el hombre gozaba de la Gracia divina en un estado de perfecta armonía con la naturaleza, sus semejantes y el propio hacedor. De tal situación el hombre cayó…según el mito bíblico por sucumbir al deseo del conocimiento (árbol de la ciencia del bien y del mal), en la filosofía rousseauniana por razones más complejas.
Sin duda esta aproximación tiene sus límites. De hecho en 1762 los jansenistas están en el origen de una de las persecuciones a las que se vio sometido el pensador de Ginebra, pero como señala la estudiosa Monique Cottret ( « 1789-1791: triomphe ou échec de la minorité janséniste? », Rives nord-méditerranéennes, 14 | 2003, 49-61) fueron muy sensibles a ciertas ideas rousseanianas, entre ellas la de la voluntad general. El propio Rousseau confiesa que, pese al espanto que le provocaba la dureza de la teología jansenista, la lectura de Port Royal y del Oratorio habían hecho de él un semi-jansenista.
Nada más cercano a la visión jansenista de la vida como una potencial y muy probable condena…nada más alejado de la afirmación vital que (pese a su lucidez) atraviesa toda la obra de Voltaire que esta afirmación ya citada anteriormente: "Lloraba y suspiraba a propósito de cualquier nimiedad, sentía que mi vida se escapaba sin haberla degustado".
Habrá ocasión de volver sobre el tema en próximas columnas.