Vicente Molina Foix
En el suplemento El Cultural de la semana pasada se publicó un amplio reportaje sobre el fenómeno de la llamada "novela fragmentaria" o "nocillesca" para el que días antes fui consultado por Nuria Azancot, que tomó por teléfono mis opiniones y luego tuvo la amabilidad de enviarme su trascripción, muy exacta, como era de esperar. Pese a la extensión del reportaje (cuatro páginas del suplemento), no todo lo que quedó trascrito en mi caso salió finalmente publicado, algo que nunca ha de sorprender a quien conoce las limitaciones y recortes que un texto periodístico puede sufrir en el proceso de edición. Pero como lo que falta en mis declaraciones es algo que para mí era especialmente significativo, quiero ahora rescatarlo y comentarlo brevemente.
Tras recabar las opiniones de unos y otros, "nocilleros" y "clásicos" (las comillas son aquí particularmente necesarias), Nuria Azancot preguntaba al final por la insurgencia literaria que esos nuevos movimientos pudieran significar. Y el reportaje se cerraba con las respuestas de algunos de mis compañeros del bloque que llamaremos clasicista, y también, en el opuesto, de Agustín Fernández Mallo, con quien -aparte de leerle con interés- sostuve en cierta ocasión conversaciones de lo más estimulante. Esto fue, literalmente, lo que yo respondí y Nuria Azancot trascribió, pero no salió:
-¿Insurgencia? En su momento yo fui un insurgente, cuando aparecí entre los Nueve Novísimos de Castellet, con una gran polémica. Ahora lo que llamamos insurgencia, o ismos, o nocilleros, o cracks mexicanos, demuestra que vivimos un momento de creación interesante en ambas orillas del castellano, aunque en ocasiones pueda más lo mediático que la literatura. Es posible que muchos de los Nocilla no existan dentro de unos años, pero siento comprensión y algo más que simpatía por ellos…
Sería un ejercicio de cinismo por mi parte, con mi turbulento pasado, y después de haber expresado en las declaraciones lo que siento (en resumen: una defensa de las permanentes categorías estéticas, o la creencia de que no es lo mismo un brillante anuncio publicitario que las ‘Elegías de Duino’ de Rilke), no reconocer el derecho, y hasta la conveniencia, de la salida en tromba literaria algo chillona de un nuevo y joven grupo compacto. (¿Lo son los Nocilla? Ésa es otra. Por lo visto ya se han producido, como en los mejores ‘ismos’, disensiones entre ellos, y a mí me sorprendió encontrar agrupados en sus filas a dos autores que admiro y no tenía por tales, Kirmen Uribe y Juan Francisco Ferré).
Corolario: los libros, incluso cuando tienen forma de manifiesto, hay que leerlos, y nunca derivar conclusiones ni condenas de aquello que en ocasiones no pasa de ser mera farfolla mediática a la que los propios causantes del guirigay podrían estar ajenos.