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Niños privados

Por 10 de octubre de 2011 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

En mi niñez nadie cercano a mí iba a colegios públicos, término que yo creo que ni existía, o de existir no se estilaba; eso dará una idea de mi clase, mi clase social, y del tipo de escuela al que fui a clase. La educación primaria y los primeros cursos del bachillerato los hice en un colegio de los Hermanos Maristas que estaba, literalmente, a un tiro de piedra de nuestra casa. Yo no tiraba piedras de niño, que conste.

    Pero a dos o tres tiros más de mi colegio ‘marista’ se alzaba en lo alto de un montículo el instituto, tal vez el único que existía en mi ciudad de entonces, Alicante. La gente lo llamaba "el Instituto", y lo era en mayúscula, no sólo por su mole. Estaba céntrico, pese a su colocación montañosa, y tenía unas grandiosas y no siempre limpias escaleras de acceso desde un paseo muy transitado; aun así, los niños como yo nunca subíamos esas escaleras, que tenían, tácitamente, algo de camino a la perdición. La enseñanza pública era como la mujer pública: un mal menor en un mundo que, de ser mejor, no las necesitaría, a ninguna de ambas.

    Mi familia cambió de domicilio, de colegio y orden religiosa yo, y con parsimonia llegaron cambios más substanciales, no sólo a Alicante y provincia. La España nueva que se fue dibujando en nuestro horizonte empezó a tener colegios laicos e institutos sin halo mefítico, y la enseñanza fuera del amparo o el yugo de la iglesia cobró relieve. No todos los niños y niñas que tú veías saliendo bulliciosos de algún colegio ante cuya puerta pasabas a media tarde llevaban uniforme, aunque todos iban doblados, como porteadores, por su mochila, ese bolsón dañino para el espinazo que sustituye a la cartera y el cabás (con o sin plumier dentro) de antaño.

     Hay gente de izquierdas que defiende hoy el uniforme en los niños, y yo lo entiendo, aunque mi esfuerzo mental me ha costado. En la época de lo público anatematizado, todo ser uniformado, el jesuita, el bedel, el salesiano modesto, el policía de gris y hasta el cartero cargado de su henchida saca, nos parecían -a poco que nuestra conciencia de clase hubiera dado un salto cualitativo- representantes del orden establecido y represores. Sólo se perdonaba, me parece, a los bomberos y a algunos árbitros laxos. El cambio operado en la democracia nos hizo también perder, poco a poco, la desconfianza hacia los uniformes, empezando por el de la guardia civil (que dejó de asociarse con el estribillo lorquiano) y acabando, cuando les vimos de azul, más guapos todos y más altos y con la porra menos activa, por la policía nacional. ¿Y los niños? La verdad es que están monísimos, ellos y ellas, con el mismo calcetín y la misma corbata o faldita plisada todos. Y en países donde la enseñanza no era o no es un bien común, da gusto (pienso en el sur de la India y en alguna capital del África occidental) verles con las camisas blancas y el emblema bordado que les da el rango de la escolaridad.

     Uniformado o no, el niño, y ahora hablo del niño y también del adolescente español actual, se merece más. Más de lo que tuvimos nosotros en la casi obligada enseñanza religiosa de aquellos años. Por supuesto que había curas y madres jesuitinas de gran sabiduría, y si después de darnos literatura o álgebra nos obligaban al escapulario o a la novena, bueno, uno se lo perdona retrospectivamente, siempre que no existiera lavado drástico de cerebro o metedura de mano. Pero es una infamia, un crimen de lesa autoridad, que con lo que ha costado en este país salirse (en cierta medida) del molde ultramontano en la enseñanza y diversificarla, quitarle el hisopo y la homilía contra la libre sexualidad y el libre albedrío, vengan ahora unos políticos electos (y los que vendrán el próximo mes) a abonar y regar generosamente el terreno de élite de la didáctica discriminatoria y retrógrada, tratando de que la palabra "insti" o la palabra "seño" suenen mal y esté mal visto que -en vez de quedarse dócilmente en el aula a dar el genitivo sajón bajo un crucifijo- los maestros y los alumnos saquen públicamente la angustia de su privación. ¿De su privatización?

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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