Vicente Molina Foix
Krzysztof Warlikowski, el director de escena de ‘L´incoronazione di Poppea’ que se ha visto (entre entusiasmos y protestas del público) en el Teatro Real de Madrid, introduce su excelente montaje de la obra de Monteverdi con un prólogo situado en una universidad americana. El decorado moderno de una sala de estudio resulta, a lo largo de la representación, muy elocuente para reflejar la inmensidad del palacio imperial, el secreto de las estancias privadas y el peligro de una Roma dominada por la conspiración y el deseo. El trabajo de Warlikowski, de quien recuerdo con entusiasmo su puesta en escena ‘davidlynchiana’ del ‘Rey Roger’ en el mismo Real hace poco más de un año, siempre interesa y sorprende, aunque en este caso el prólogo en sí, una lección magistral del filósofo Séneca a sus alumnos, resulte tal vez un poco alargada.
La ópera de Monteverdi, una de las obras fundamentales de la historia de la música vocal, ha tenido muchos y distinguidos intérpretes, palabra que en este caso adquiere connotaciones muy especiales: de la partitura original se conserva la línea melódica pero no la orquestación, por lo que los directores que la han grabado (y ahí están los nombres de Harnoncourt, Karajan, Leppard, René Jacobs y Eliot Gardiner, entre otros) han tenido en cada ocasión que reinventar los instrumentos que acompañan el canto. En esta nueva versión, rebautizada ‘Poppea e Nerone’, el director de orquesta Sylvain Cambreling ha trabajado con el compositor belga Phillipe Boesmans, quien ha elaborado con una fidelidad llena de libertades un nuevo tratamiento de la música ‘monteverdiana’, usando instrumentos como el armonio, el piano, el saxofón, y dándole mucha importancia a la percusión y al sintetizador. El resultado suena a nuevo pero nunca cae en el desplante ni en el ‘pastiche’.
En una entrevista incluida en el programa de la función, Cambreling dice algo muy singular sobre el director de escena Warlikowski: "En su trabajo, por ejemplo, no tiene la menor dificultad en apreciar a los monstruos". Es un buen principio cuando se trata, como en este caso, de plasmar escénicamente una galería de personajes que actúan siempre al borde del paroxismo, movidos frenéticamente por sus pasiones -carnales y políticas- y decididos a vivir los extremos sin atender al peligro ni a las conveniencias. El diseño de los personajes (Séneca, Lucano, la nodriza Arnalta, aparte, naturalmente, de los más centrales Nerón y Popea) es nítido y osado, en una doble tarea de significación musical y dramática en la que se agradece el buen entendimiento, por no decir la complicidad, de los músicos Boesmans y Cambreling, que dirige a la estupenda agrupación contemporánea del Klangforum de Viena, y los dramaturgos, Christian Longchamp y Jonathan Littell, el premiado novelista franco-americano autor de ‘Las Benévolas’, cuyos efectismos literarios aquí por fortuna no chirrían como en aquel libro.
Claudio Monteverdi y su extraordinario libretista Francesco Busenello apropiadamente dominan, como un ‘deus ex machina’, todo lo que sucede en el escenario del Real. Ellos dos crearon, en la que sería obra final del compositor de Cremona, la galería de monstruos enamorados, y la posteridad, que no se cansa de revisitarlos, nos los devuelve vistiéndolos cada vez con un ropaje revelador de la calidad sublime de este drama con música que dio fundamento a la ópera futura.