Vicente Molina Foix
Como un asesino, he vuelto al lugar donde cometí algunos excesos juveniles poco tiempo después de llegar a vivir a Madrid. Yo frecuentaba entonces, a la tierna edad de diecisiete años, dos lugares de la ciudad: un café y un cine. El café era el Chócala, en la calle Alcalá, donde una vez por semana se reunían los integrantes de la revista de cine Film Ideal, en la que yo había sido admitido, como si de una secta se tratara, gracias a la publicación de un artículo mandado espontáneamente desde mi provincia natal. Además de tomar copas en el Chócala, los ‘filmidealistas’, sobre todo los más seguros de sí mismos, que no era mi caso, organizaban también actos cuasi-dadaístas con motivo del estreno de alguna película dirigida por un maestro reverenciado. Hubo varios ‘estrenos espectáculo’ en aquella época de devociones cinéfilas un poco talibanas, pero el que yo recuerdo especialmente es el de la película ‘Dos en la carretera’, que debió de tener lugar hacia 1968 en el Avenida, mi cine predilecto de la Gran Vía.
El Chócala sigue intacto, casi frente por frente al aplomado caballo del general Espartero, pero no los cines a los que tanto íbamos recalcitrantemente y a veces en grupo. De los grandes coliseos emplazados en la por aquella época llamada avenida de José Antonio Primo de Rivera sólo quedan en función cinematográfica, un tanto despedazada, el Callao, el Capitol y el Palacio de la Prensa, mientras otros están clausurados o se han convertido en contenedores de musicales de Broadway o ‘shopping malls’. Todo muy americano, como antes, pero con otro calibre. Hace tres días entré con una mezcla de nostalgia y susto en el Avenida, escenario del citado estreno de ‘Dos en la carretera’, al que los más exaltados críticos de la revista llevaron botellas de champán y vasos de plástico para brindar antes de la sesión, en el amplio vestíbulo, a la salud de los protagonistas Audrey Hepburn y Albert Finney y del director de esa maravillosa comedia, Stanley Donen, cuya obra fílmica, según la expresión de uno de los más ocurrentes ‘filmidealistas’, representaba en el cine la metafísica del champán.
El Avenida es ahora una sucursal de la multinacional de ropa H&M, mientras que el otro gran cine contiguo, el Palacio de la Música, sigue en obras, tapiado, para dar cabida en su día a un local dedicado a la música, lo que es una buena noticia, una de las pocas que nos da el sádico equipo municipal ‘gallardoniano’. Se me hizo extraño entrar, bajo la atenta mirada de un ‘segurata’ (mucho menos marcial que los antiguos porteros del cine), en el ex-Avenida, que sigue luciendo bien en el vestíbulo de mármol policromado, con sus pinturas galantes y su doble escalera espejeada. Los remodeladores han hecho guiños al local anterior, dejando por ejemplo los rótulos que indican la Sala 1 y la Sala 2, una partición que se inauguró 2002, cuando ya amenazaba la crisis de las audiencias cinematográficas. Lo que no hay es patio de butacas ni pasillo central, ni pantalla, habiendo en lugar de los acomodadores opulentos, un tanto prusianos, que se veían en tiempos de esplendor, dependientes espigados, algunos con ‘piercings’ y aun así bastante eficaces. Se han cometido estropicios, desde luego, sobre todo en las escaleras automáticas, el techo y la planta sótano, que, la verdad, no recuerdo qué función tenía en su día pero ahora parece un quiero y no puedo de lujo goyesco e informalidad ‘prêt-à-porter’.
No hay que mitificar innecesariamente. El Avenida no era una obra maestra de la arquitectura, y por tanto la alteración de sus interiores no es un magno delito contra el patrimonio. Construido en 1927 por el arquitecto José Miguel de la Quadra-Salcedo, el edificio carece de carácter: ni es racionalista, como por fecha le podría haber correspondido, ni regionalista, afrancesado o vienés, al modo en que lo son, en dosis variables, algunos de sus más bellos vecinos de esa parte de la Gran Vía. Ahora bien, despejada de los inmensos cartelones cinematográficos pintados a mano que tanto nos gustaban, la fachada queda neta y elegante, y está de noche bien iluminada.
Convertirse en un templo del vestuario moderno -sin atrezzo suntuario pero amplia selección de bisutería- no es el peor destino para un antiguo cine. Baste recordar, a ese respecto, la transformación del Infantas en supermercado ‘low cost’ y la pura y simple demolición o ruina de otros añorados locales del barrio de Salamanca como el Carlton o el Mola. Hay algo escenográfico (y es otro de los méritos de sus actuales ocupantes) en la disposición de las ropas y los complementos en este nuevo H&M, que, con un poco de imaginación, puede hacernos pensar en una Audrey Hepburn que, en tiempo de penuria, ya no desayuna en Tiffany´s sino en Starbucks.
Me probé un chaquetón ese día pero no me compré nada. Echaba de menos las burbujas.