Vicente Molina Foix
En mi niñez, ‘los jueves, milagro’, según el peculiar evangelio de San Luis Berlanga, que hizo esa divertida película engañosamente católica en el año 1957. Mi propio jueves mirífico fue el pasado día 27, cuando tuve la oportunidad de mostrar por segunda vez ‘El dios de madera’ en un pase organizado muy generosamente por el Grupo Planeta, un sello editorial en el que nunca he publicado y que tampoco distribuye, a través de su división cinematográfica Dea Planeta, mi película.
Aunque en Málaga también acudieron varios escritores a verla en la sesión a concurso del Festival de Cine, el público que llenó el jueves el cine Roxy de Madrid era en su mayoría "letraherido’, y eso me hizo sentir algo especial y ambiguo. Por un lado se trataba de semejantes, hermanos y hermanas literarios, en bastantes casos muy cercanos y admirados. Por otro era inevitable la sensación de estar dirigiéndome a ellos -en la breve alocución de agradecimiento antes de dejarle la palabra a Marisa Paredes, que me acompañaba- como un tránsfuga o un transformista. Quizá por eso quise oírme a mí mismo decir delante de todos que tengo el mayor deseo de volver a lo que más he hecho en mi vida, escribir narrativa.
Si un escritor con querencias fílmicas más bien sedentarias (como era mi caso hasta el año 2001) se lanza a la epopeya, no en todo momento heroica, de dirigir una película, lo hará, y eso no admite dudas para mí, por trasmutarse, lo que no quiere naturalmente significar negarse. Mostrará en su relato fílmico afinidades y coincidencias con el de sus libros, pero lo hará, ése es mi fin, saliéndose del todo del patrón de la literatura, tan distinto, por no decir opuesto, al del cine.
Yo he querido, y ojalá haya conseguido, hacer una película con la voluntad de estilo y la ‘libre invención’ de quien escribe una novela, sabiendo sin embargo que esta vez la palabra no pasaba de ser ancilar, y los recursos a mi disposición eran la cámara, la profundidad de campo, el corte posterior de los planos, el azar objetivo de los elementos. En esa historia así contada los personajes no sólo nacerían de mí y vivirían sujetos a mí hasta su muerte o desaparición en la página, como los de los libros. De mí sacarían el germen, quizá la plantilla o una idea final; el resto, el determinante resto, sólo dependería de lo que ellos, los actores y actrices de ‘El dios de madera’, quisieran hacer con su lectura del libreto, su voz, sus improvisaciones, sus preguntas a mí y sus respuestas a sí mismos.
Si a todo eso se añade que el relato propuesto lleva algo que la literatura, al menos la que yo leo, aún no ha incorporado, música (la de Luis Ivars, a mi modo de ver el mejor compositor español de cine, junto a Alberto Iglesias), puede entenderse mi situación del pasado jueves, entre el pudor y el portento: la de un agente doble al servicio de las grandes potencias del arte narrativo, en cierto modo amigas pero muy rivales.