Vicente Molina Foix
Coincidiendo con las ferias de San Isidro y el arranque de la temporada, personas que respeto y admiro, como Mario Vargas Llosa, Eduardo Arroyo y Fernando Sánchez Dragó, han apadrinado un Espacio Arte y Cultura en una tienda montada junto a la plaza de las Ventas de Madrid; no estuve en la inauguración de la carpa, pero sí he celebrado un acto taurino disfrutando de la lectura de un libro estupendo que ha llegado a mis manos hace pocos meses. Se trata de ‘Fernando Villalón: la pica y la pluma’ (Espuela de Plata, Sevilla 2011), obra de un estudioso francés, Jacques Issorel, que ya hace años publicó una modélica edición de la poesía y la prosa de Villalón y ahora vuelve, en el reciente título, a comentar y recopilar una muestra muy rica de la obra del escritor sevillano.
Villalón fue un raro, y no por la bohemia ni la penuria. Hijo de una familia aristocrática originaria de Morón de la Frontera, rico hasta que la crianza del toro bravo le arruinó, debió de ser una mezcla de señorito andaluz y ‘dandy’ futurista, del que Rafael Alberti contó en sus memorias una escena muy divertida, conducidos García Lorca y él por las intrincadas calles de Sevilla y a toda velocidad por un Villalón que, dando bocinazos como un loco y soltando el volante de su pequeño bólido automovilístico, recitaba a sus aterrados amigos el poema que tenía a medias, ‘El Kaos’.
Como poeta, sin embargo, Villalón se encuadra bien en la Generación del 27, pues sabe ser gongorino, ‘cantaor’, populista y atrevidamente sofisticado en las metáforas. De su obra, no muy extensa (murió, antes de la guerra civil, sin haber cumplido los cincuenta), es incomparable su largo poema de 521 versos ‘La Toriada’, publicado en 1928 y fenomenal en su mezcla de hímnica taurina y retórica barroca. De ese gran poema, que trata de reflejar las interioridades de lo que él llama "la toruna gente", he leído en voz alta en estos días de paseíllos y orejas cortadas una de sus estrofas más inolvidables, que Issorel recoge en su antología: "Turiferario hocico, blanco humo / exhalan sus ollares respirando; y el impreciso grumo / sus bárbaros maitines, / -que agudos de metal suenan clarines-, / en coro va los valles atronando". Difícil ser más exquisito y menos banal hablando de ese rito que la ecología primaria trata de condenar por salvaje y patán.