Vicente Molina Foix
El país más cotilla de Europa es también el más pudibundo cuando se trata de muertos ilustres, que, según el hipócrita concepto prevaleciente, conviene dejar en un aura santificada y borrosa. Hace casi seis años salió publicada la biografía de Jaime Gil de Biedma, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, escrita por Miguel Dalmau; aunque tuvo una mayoría de críticas negativas, nadie se rasgó las vestiduras, quizá porque los que ejecutan ese tipo de actos rituales no leen. El cine es otra cosa. La iglesia católica lo vigila de cerca de toda la vida, y muchos españoles recordamos aún las clasificaciones morales que se colgaban a la puerta de los templos numerando con colores el pecado inherente a las películas. ‘El cónsul de Sodoma’, la película de Sigfrid Monleón, habría sido entonces un 4 de color rojo, es decir, "Gravemente peligrosa", y lo curioso o lo desolador es que hoy, habiendo desaparecido según dicen el nacional-catolicismo, la iglesia de Monseñor Rouco ha vuelto a estigmatizar esta película veraz, honesta y atractivamente provocadora.
Me preocupan también, y más, otras reacciones laicas, porque delatan nuestra quizá congénita falta de entrenamiento en el género biográfico en todas sus formas: la biografía, el diario íntimo, la memoria, los epistolarios. A ‘El cónsul de Sodoma’ le están negando lo que los británicos, maestros en las literaturas biográficas sin tapujos, hacen abiertamente también en cine (y eso que pasan por ser muy puritanos), por ejemplo con el pintor Francis Bacon, con la escritora Iris Murdoch, con el dramaturgo Joe Orton o con iconos tan legendarios de su historia como Lawrence de Arabia. Aquí, por el contrario, se está insinuando que la sexualidad y un erotismo descarnadamente carnal deberían ser sólo aludidos o directamente eludidos, que es lo que ‘no’ ha hecho, con toda justicia, el director Monleón, también co-guionista del film. Ayer mismo, sin ir más lejos, el filósofo José Luis Pardo hablaba en El País, en un artículo de opinión titulado ‘Basado en hechos reales’, de "cinta pornográfica"; él sabrá por qué. Y esto en una sociedad que se traga ávidamente el envase amarillo de su basura televisiva y que, en el otro polo más exigente de la conciencia progresista, aplaude una película tan brillante pero para mí tan obscena como "El divo", sólo porque el personaje reflejado (y estigmatizado) no era una gran poeta de izquierdas sino un político curil y maquiavélico como Giulio Andreotti.
Es cierto que algún personaje del ‘biopic’ de Monleón aún vive, si bien yo diría que su tratamiento es más que decoroso, llegando, en el caso de quien quizá fue el gran amor de su vida, Luis (su apellido no lo puedo decir, para no incurrir en la posible denuncia legal con la que el interesado ha amenazado), a cambiarle el nombre en el film. Pero Jaime Gil de Biedma está muerto, y con su muerte y las ediciones recientes (se anuncian más textos póstumos de carácter confesional) se levanta el velo de discreción que los vivos requieren. Jordi Mollà encarna destacadamente su papel, secundado en general muy bien por los demás actores, y a la película sólo cabe reprocharle su desmesura; como retrato del artista seriamente ‘salido’ funciona y emociona, pero al querer también retratar ambiciosamente la época que él vivió se cae en el esquematismo de alguna escena -las del club Bocaccio- que, al contrario que la auténtica ‘gauche divine’, carece de sustancia y huele a frívolo.