Vicente Molina Foix
La "drôle de guerre", la guerra en falso o de broma, fue la expresión acuñada por el periodista y novelista francés Roland Dorgelès -hoy recordado tan sólo por esa frase y por ser el finalista del premio Goncourt que ganó Proust- para referirse a las primeras escaramuzas de la segunda guerra mundial. Jean Echenoz hace en su última novela ‘1914′ (Anagrama, traducción de Javier Albiñana) el libro menos grandilocuente y más elocuente sobre el anterior conflicto bélico a escala internacional del siglo XX, del que ahora se cumplen los cien años. Aquella primera guerra, que fue muy en serio desde su inicio, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, ha tenido una abundante literatura de ficción: novelas de inmensa popularidad como ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis’ de Blasco Ibáñez. ‘Adiós a las armas’ de Hemingway o ‘Sin novedad en el frente’ de Erich Maria Remarque, y novelas de empeño y destacada calidad: ‘Tres soldados’ de Dos Passos, ‘Tempestades de acero’ de Jünger, ‘El diablo en el cuerpo’ de Radiguet, y dos desbordantes tetralogías ‘La rueda roja’ de Solzhenitsyn y ‘El final del desfile’ de Ford Madox Ford, la segunda mucho más artística que la del premiado disidente ruso.
Echenoz es un extraordinario escritor humorístico, y su método escueto, mordaz, elegante, aplicado en sus obras precedentes a las inventivas recreaciones biográficas del compositor Ravel, el corredor de fondo Zátopek y el científico de la electricidad Tesla, funciona con la misma gracia burlesca en ‘1914′, una novela que refleja la carnicería humana de la Gran Guerra a la vez que cuenta con fulgurante sentido de la elipsis el "ménage-à trois" de dos hermanos convencionales y una mujer moderna. El libro tiene un arranque memorable, cuando el protagonista Anthime, al final de una apacible excursión campestre en su día libre del trabajo de contable en una fábrica de zapatos, queda sorprendido por la imagen de un raro parpadeo en los campanarios de toda la zona llana que divisa desde su bicicleta, y por el subsiguiente repique de las campanas que en su rebato anuncian la declaración de guerra. Lo que sigue, en sus menos de cien páginas, es el condensado de una original historia privada que se enmarca con destreza entre batallas y esperas: ciudadanos sin ninguna pericia militar que van a las trincheras, muchos a morir o ser mutilados, y una retaguardia de ancianos y mujeres sufriendo delegadamente la tragedia del frente. Con su habitual ironía, Echenoz afirma que comparar la guerra con la ópera es una impertinencia, en particular "cuando no se es muy aficionado a la ópera", aunque, insiste el narrador, "la guerra, como ella [la ópera], sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa".
Hay pasajes que están entre lo mejor que ha escrito el autor francés: el casco de un proyectil rezagado que siega el brazo de Anthime, la descripción del combate aéreo que acaba con la vida de otro de los protagonistas. La voz narrativa es ahí seria, sin patetismo, como lo es el hermoso final de la continuidad amorosa en la paternidad. Pero el brillo principal lo da el humor: el recuento (entre las páginas 71 y 74) de los animales de todo tipo, incluyendo insectos parásitos, que acompañan el día a día de los soldados, ha de figurar como antológico en la obra de este incomparable novelista.