Vicente Molina Foix
Las dos notables películas ‘El club’, del chileno Pablo Larraín, y ‘El clan’, una coproducción hispano-argentina de Pablo Trapero -que no sólo en su título, su materia y el nombre de pila de los cineastas se asemejan-, podrían llamarse con igual acierto ‘El club de los sacerdotes perdidos’ y ‘El deshonor de los Puccio’. Ambas son el retrato de seres monstruosos de pía condición, la primera, y atractivo color social y empaque físico, la segunda, y se basan en hechos reales, la de Larraín sin locación ni tiempo precisos, y la de Trapero siguiendo de cerca la reconstrucción periodística y judicial de los sucesos que ocurrieron en Buenos Aires en los primeros años 1980. Más allá de esas coincidencias, sin embargo, las separa radicalmente el espíritu de su tragedia y la forma elegida para contar lo abyecto y lo elevado, la suave elocuencia del criminal y el alarido brutal de las víctimas.
Confieso aquí que ‘No’, la anterior película de Larraín, nominada a los Oscar al mejor film extranjero en 2012, me resultó abstrusa y confusa, sin que en ningún momento su combinación del documental y la ficción política de lo acaecido en el trascendental plebiscito anti-Pinochet de 1988 alcanzara para mí rango dramático. ‘El club’, por el contrario, desde sus primeras imágenes de la playa, el adiestramiento del perro, los ritos de alimento y plegaria dentro de la casona, adquiere un poder de sugestión y una densidad en lo extraño que engarza con lo mejor del llamado ‘cine del silencio’ (Dreyer, Bresson, Tarkovsky, por citar los grandes nombres), aunque no por ello sea Larraín un ventajista o un imitador. Con un registro formal reducido, de escasos movimientos de cámara y un módulo recurrente, muy eficaz, de interrogatorios ante una ventana del caserón, el director en ningún momento pretende denunciar o ridiculizar la aberración de conducta de los curas pederastas allí confinados por orden superior y en un momento dado -tras el suicidio de uno de los acusados- investigados por el enviado de la curia. Ahora bien, tampoco esa investigación, que a la fuerza tiene algo de trama policial, se inclina por el suspense. A Larraín le interesa la figura de sus personajes, los culpables y los inocentes, descarnados todos pero sin los tintes negros del ‘thriller’, y delineados en un equilibrado claroscuro emocional, también logrado, hay que señalarlo, gracias a un elenco de actores de primera magnitud, encabezados por Roberto Farías, en el papel de Sandokan, Antonia Zegers (la Hermana Mónica) y Alfredo Castro (el Padre Vidal). En ‘El club’, la evanescencia entre los límites de la devoción y el estupro tiene un correlato estético de inusitada fuerza en el tratamiento fotográfico, al que al comienzo del film cuesta acostumbrarse: una tenue luz lechosa, borrosa, después enriquecida por los tonos vivos del canódromo y la noche lóbrega, y que, según ha explicado el director, se consiguió utilizando la luz natural y unas antiguas lentes soviéticas de óptica anamórfica que angulan y resaltan los rostros. Rostros y paisajes, y su fusión demente, en escenas tan inolvidables como las dos confesiones monologadas de Sandokan, la primera en un ‘stream of consciousness’ hipnótico de imagen y de verbalidad, y la segunda, no menos convulsiva, insertada en el diálogo que el mismo Sandokan sostiene ante las marismas con el Padre Vidal.
La comunidad cerrada y compacta de ‘El clan’ es mucho más vistosa, y su gradación violenta más epidérmica, subrayada además en todo momento, de modo empalagoso, por la música pop de la época, The Kinks en especial, que alguna vez hace pensar en el videoclip o en el ‘juke box’; en ese sentido, y aun abusando de ella, es más inteligente la función que Larraín confiere en la banda sonora de ‘El club’ a varias composiciones de Arvo Pärt, un compositor a estas alturas demasiado socorrido, por no decir socorrista (en momentos muertos). Pablo Trapero narra muy bien la casi increíble saga de la familia Puccio, encabezada por el padre, Arquímedes (magnífica interpretación del actor cómico Guillermo Francella), una esposa y dos hijas dulcísimas y un efebo jugador de rugby, Alejandro, todos, junto a sus sicarios y dos hermanos más, uno dubitativo y el otro plenamente corrupto, embarcados en una de las trayectorias criminales más repulsivas de la dictadura argentina. Pero su narración es gruesa a veces, y no le importa caer en el efectismo, como en la secuencia que, en un contrapunto fácil, alterna las torturas al preso con el coito de Alejandro y su novia dentro del automóvil, ese vehículo totémico y siniestro del tiempo de los ‘milicos’.
Al contrario que ‘El club’, cuya base verídica importa sólo en cuanto soporte de una fascinante aporía sobre la moralidad, ‘El clan’ se sigue con interés por la gravedad de su asunto, que no admite en este tratamiento matices, sino más bien colores simples. De modo que dos películas que parten de un semejante universo concentracionario, los dos con marcado componente religioso, se bifurcan en la línea que separa el arte del alegato. Larraín, en la incertidumbre, nos pregunta sobre nosotros mismos. Trapero, lógicamente horrorizado por el legado histórico no del todo resuelto en su país, nos da respuestas.