Vicente Molina Foix
Alguien pudo pensar que John Irving, a sus sesenta y tantos años, se había hecho gay. Hace pocas semanas, el escritor estadounidense andaba por Chueca mirando fijamente a los hombres, sentándose en las terrazas más concurridas de la plaza y entrando ciertas noches en los bares de ‘ambiente’ de la calle Pelayo; algunos clientes le oyeron aplaudir estruendosamente, con sus recias manos de luchador, la interpretación mimada de una copla de Rocío Jurado en un local de ‘travestis’ de Hortaleza. En su deambular por el corazón del barrio gay de Madrid, Irving iba a veces acompañado de otros dos hombres y de una mujer, pero también se le vio tomarse solo un vermú en el castizo bar de la esquina de Gravina y San Gregorio.
Conocí a Irving un año impreciso del siglo pasado con motivo de la presentación en Madrid de su novela ‘El mundo según Garp’; yo no le había leído antes ni le conocía personalmente, pero sus editores españoles, por alguna razón misteriosa, pensaron en mí como presentador del libro, y a ellos les debo una velada muy grata y mi apego a su obra posterior. Ahora le he reencontrado en plena forma, aunque con dolor de muelas, en una visita que tuvo esa fase madrileña centrada en sus pesquisas por la ‘zona rosa’ y una segunda en Barcelona para dar entrevistas y ruedas de prensa en torno a su nuevo título ‘La última noche en Twisted River’ (Tusquets), que aún no he leído. Desde aquel primer encuentro inopinado a éste, Irving se ha casado de nuevo y ha sido padre de un chico -ya adolescente- con su segunda mujer Janet, una canadiense joven e inteligente que viajaba junto a él, acompañados casi siempre los dos en Madrid por el amigo común que nos ha vuelto a poner en contacto, Edmund White, otro excelente novelista norteamericano.
Irving no ha cambiado su identidad sexual, pero comparte con una ingente cantidad de extranjeros -homosexuales y ‘heteros’- la fascinación por la vivacidad de la fauna y el paisaje gay que marcan esas pocas calles del centro de nuestra ciudad, ahora a punto de reventar de orgullo y falta de prejuicios. Me sorprendía lo mucho que al autor de ‘El Hotel New Hampshire’ le gustaba todo lo que veía, como si los iconos, los atuendos y las maneras que tan parecidamente se dan en otras capitales europeas y americanas donde la homosexualidad se puede expresar libremente, en Madrid cobraran para él un novedoso relieve, una originalidad casi fundacional. Había una tarde en una terraza cerca de la calle Augusto Figueroa unas lesbianas del tipo chic, con aspecto de intelectuales centroeuropeas de los años 1920 (sólo les faltaba el monóculo), a las que Irving no quitó el ojo, aunque él lo que buscaba básicamente era un homosexual español de edad madura y largo pasado al que convertir en protagonista de su nueva novela aún en proceso de escritura. Es decir: estaba localizando exteriores y haciendo una especie de ojeo o ‘casting’ puramente visual en Chueca.
Yo le recomendé que volviera durante la semana grande de las fiestas, y sobre todo para estar en Madrid el día de la gran cabalgata del pasado sábado. No podía él en esas fechas. A pesar de los cambios de sitio de las verbenas, el gentío fue tan grande como en años anteriores, y así pasó desapercibida para la mayoría la ausencia del camión engalanado que tenía intención de enviar (y pagar) el ayuntamiento de Tel Aviv; los organizadores del Madrid Orgullo tomaron la decisión política de eliminarlo, aunque en el desfile hubo homosexuales israelíes. Yo también opino que el actual gobierno integrista de Netanyhau, aunque elegido en su día democráticamente, es odioso, y criminal la incursión por mar y aire que acabó con nueve muertos entre los tripulantes de la flotilla; pero meter en el mismo saco militarista a todas las gentes de aquel país sería tan injusto como haber tildado en 1974 a todos los españoles de fascistas. Importantes intelectuales, periodistas y ciudadanos judíos escriben, se pronuncian y manifiestan contra sus dirigentes, mientras que -y esto conviene recordarlo estos días- en la tan heterogénea población hebrea que vive en Israel cada día tienen más voz las fuerzas retrógradas y fundamentalistas que, de poder, impedirían la marcha (y no me refiero a la nocturna de copas y bares) de los gays y lesbianas de Israel, en Israel, en Madrid y en cualquier lugar abierto del mundo.
Ningún egipcio, ningún tunecino, ningún libio, iraní o nigeriano desfiló el 3 de julio por la Gran Vía representando a los gays de su país o ciudad. Los de Tel Aviv, por mucho que nos disguste Netanyahu, sí pueden hacerlo, y anteayer lo hicieron, aun sin carroza propia. Me parece a mí que el justamente celebrado e impresionante festejo reivindicativo del Orgullo Gay madrileño, este año centrado en la transexualidad, debería plantearse en los siguientes hacer ostensibles, preferiblemente con carruajes, a los hombres y mujeres homosexuales de tantísimos países musulmanes en los que se persigue, a veces hasta la muerte, no ya el ser visiblemente gay, sino el serlo.