Vicente Molina Foix
En la literatura hay más costumbre conmemorativa -y más que conmemorar- que en el cine, un arte comparativamente niño, pero la celebración del cincuentenario de ‘La dolce vita’ se presta a muchas glosas. Por un lado empezaba una década que luego supimos, algunos de nosotros incluso viviéndola de cerca como adolescentes, que iba ser ‘epoch making’. Cinematográficamente hablando, la revolución de los llamados ‘nuevos cines’ también se iniciaba (de 1959 son ‘A bout de souffle’ de Godard y ‘Los golfos’ de Saura), y las Nuevas Olas fueron llegando a las costas más remotas, sobre todo en la Europa central comunista con y sin mar. En la propia Italia, 1960 es el año de ‘La aventura’ de Antonioni y de ‘Rocco y sus hermanos’ de Visconti.
Revisitada ahora, ‘La dolce vita’ asombra, y no sólo por sus grandes méritos. Asombra desde luego su duración, cercana a las tres horas, pero aún más la locuacidad de sus personajes centrales, en una obra que se articula a través de episodios esencialmente hablados y concentrados en un solo espacio. Industrialmente, este sexto largometraje del director revela el gran empaque del cine italiano de entonces: el extraordinario arranque de los dos helicópteros sobrevolando Roma, la masa de figurantes en las escenas de los falsos milagros marianos, la imponente reconstrucción de Via Véneto en los estudios de Cinecittà. Ideológicamente, lo que llama la atención es la fidelidad de Fellini a su cristianismo de base en una película atacada con virulencia entonces por la prensa vaticana bajo las acusaciones de una obscenidad que, efectivamente, tiene, y no sólo en virtud de las imágenes de Anita Ekberg vestida de cura en la basílica de San Pedro y bañándose con poca ropa en la Fontana de Trevi. Y es que en realidad ‘La dolce vita’ es un ensayo sobre el vicio, realizado con la delectación carnal, el instinto de penitencia y la mirada de puritano de la cámara que son la marca del autor.
Marcello Rubini, el escritor frustrado y periodista de conveniencia que interpreta Mastroianni, es el ‘alter ego’ del cineasta (y no se trata de la única película suya donde el actor desempeñó tal misión), tan fascinado Rubini como Fellini por las cercanías del pecado y tan ansioso de fustigarlas, en búsqueda de una salvación espiritual nunca encontrada o no verdaderamente deseada. En los episodios que tienen como co-protagonista a Maddalena (Anouk Aimée, en un interesante personaje que parece modelado en el rico hastiado por sus excesos sensuales y su sobreabundancia, el Des Esseintes de ‘À rebours’ de Huysmans), al igual que en la larga, yo diría que demasiado larga, secuencia de la fiesta final, los ojos ávidos pero de Rubini/Fellini se fijan ávidamente, tediosamente, en la decadencia moral de la que forman parte con invencible apego e invencible repugnancia. La aportación profética, muy lúcida, que la película hace a esa primera capa moralizante de su argumento es la denuncia de la sociedad del espectáculo, poniendo en circulación ‘avant la lettre’ la figura de los ‘paparazzi’, las corruptelas del periodismo, la simonía de la iglesia católica, incluso el síndrome de un ‘new age’ musical orientalista.
Por encima de su mérito oracular, ‘La dolce vita’ deslumbra por la fogosidad narrativa que caracteriza al cineasta de Rímini, maestro indiscutible en el dominio de los espacios -las escaleras, las calles oscuras del centro de Roma, los arrabales desolados, los palacios pomposos y un tanto ajados- y en la formalización de interior y exterior, que brilla particularmente en el desenlace: esa escena de los pecadores saliendo borrachos de la fiesta y encontrando en la playa, a modo de Leviatán acusador, el monstruoso pez-raya recién capturado, y, un poco más allá, a la angelical muchachita rubia que se ofrece como salvadora de Marcello y es amargamente rechazada.
Tal vez ‘La dolce vita’ no es la mejor película del año 1960; a su altura están, en una terna histórica, ‘El apartamento’ de Billy Wilder y ‘Psicosis’ de Hitchcock, cinematográficamente más perfectas, me atrevo a decir. Su espíritu del tiempo, sin embargo, siendo tan puramente ‘felliniano’, es más universal. Tan universal como el carrusel grotesco, desmesurado, arrollador y humanamente revelador creado por él, de modo inolvidable, entre 1950, fecha de su debut cinematográfico, y 1990, cuando se despidió de nosotros con ‘La voz de la Luna’.