Vicente Molina Foix
Mientras José Saramago se moría yo le leía al otro lado del mar, un poco al norte de su isla de Lanzarote, en un lugar aislado de la costa marroquí donde las noticias llegan tarde; también yo llegaba tarde, con un año y medio de retraso desde su publicación, a ‘El viaje del elefante’, el libro suyo que estaba leyendo. Pude reconstruir después, al conocer la muerte del escritor, qué era exactamente lo que yo leía de él mientras él se moría: la hermosa historia de la vaca que se pierde en los campos con su cría y se ve rodeada de lobos durante doce días y doce noches, obligada todo ese tiempo a defenderse y a defender al animalito que todavía no se puede valer, en una larga batalla, "la agonía de vivir en el límite de la muerte" (páginas 107-111 de la edición de Alfaguara).
Un día después de su fallecimiento en Lanzarote, y cuando ya el cuerpo de Saramago estaba en Lisboa, alguien me llamó por teléfono y me contó todo. La conversación, difícil por las interferencias de la línea en mi remoto rincón africano, fue corta, y al colgar el teléfono volví a la lectura de ‘El viaje del elefante’, que había dejado abierto encima de un poyo de piedra. Abierto por la página 254, a punto ya de finalizar la novela, y en el pasaje en que el novelista introduce el motivo de la pobreza del vocabulario frente a la riqueza de la idea: "no es posible describir un paisaje con palabras. O mejor, posible sí que es, pero no merece la pena. Me pregunto si merece la pena escribir la palabra montaña cuando no sabemos qué nombre se da la montaña a sí misma".
No es posible describir con palabras la pérdida, ni siquiera la de un escritor. Saramago, tan rico en ellas, lo afirma unas líneas antes del párrafo citado, en su "humilde reconocimiento de cuánta verdad hay en la conocida frase, Me faltan las palabras" (página 253). Nos faltan, efectivamente, las palabras. Y las personas. Todo nos falta cuando nos falta alguien.