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El derecho a irse

Por 21 de octubre de 2009 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

A veces conviene irse de Madrid, o de cualquier otro lugar donde uno viva. "Le droit de s´en aller", el derecho a escaparse o simplemente salir del sitio fijo donde se está, era, para Baudelaire, uno de los derechos humanos que -escribiendo él mucho antes de la existencia de la ONU y otras org.com- los ciudadanos tendrían que reclamar a sus mandatarios. He vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, y precisamente este verano he cumplido mis treinta años de residencia ininterrumpida en la capital, en la que ya antes, de estudiante universitario, había residido cinco cursos, y a la que volví después de pasar casi una década en Inglaterra. Salgo en viajes cortos o largos siempre que puedo, aunque eso, por supuesto, lo comparto con la mayoría más o menos pudiente, que se desplaza para hacer turismo o para cumplir un trabajo. Al alivio del irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver, pues la añoranza de la propia cama o de algún ser querido puede ser más poderosa que el perderse extramuros.

Desde fuera, la ciudad en la que vivimos adquiere perfiles extravagantes, o eso he sentido yo en las muchas semanas pasadas en Valencia. Las conversaciones telefónicas con los amigos, las noticias locales madrileñas que leía cuando algún visitante traía las ediciones del periódico compradas antes de salir de viaje, las imágenes televisadas de algún suceso o evento (la Noche Blanca, por ejemplo) en calles y espacios cerrados que conozco bien y frecuento, me daban la sensación de que la vida diaria, ‘mi’ vida diaria más regular, trascurría sin mí con la misma rutina o desorden o ruido o jarana que posee cuando, día tras día, yo la co-interpreto con ese reparto de millones de madrileños. Cosas que me he perdido y cosas de las que me he librado. Me he perdido el espectáculo teatral ‘orwelliano’ de Tim Robbins, un artista plural al que admiro y con el que desayuné (él mucho más copiosamente que yo) una mañana inolvidable en el Hotel de las letras de Gran Vía. Tampoco he podido acompañar en sus estrenos teatrales a Sancho Gracia (‘La cena de los generales’), Carlos Hipólito (‘Don Carlos’) y Toni Cantó (‘El pez gordo’), tres magníficos actores amigos de quienes no me querría nunca perder nada. En el otro plato de la balanza, veo con alivio que cruzar la calle Serrano, un itinerario para mí frecuentemente inevitable, sigue siendo más peligroso que adentrarse en la jungla del Amazonas, o lo que quede de ella.

Recibir esas impresiones madrileñas desde Valencia ha tenido para mí otro valor añadido, pues salgo de una familia de una valencianidad genéticamente pura, dentro de la que yo mismo, por el destino de nacer 200 kilómetros al sur de la capital de la Comunidad, soy el más ‘alejado’. Mi madre nació, con todos sus hermanos, mis tíos, a tres kilómetros de donde escribo esta columna, mi padre y mis abuelos eran de Sueca, y en las cercanías de ese pueblo arrocero he rodado planos de una película que dirijo. Tengo desperdigados por el resto de la comunidad a la totalidad de mis ‘relatives’, con excepción de mi hermano, otro largo residente de Madrid.
La capital del Turia ya no debería llamarse así, pues el río Turia no pasa, con sus aguas alguna vez arrolladoras, por la ciudad, habiendo en su cauce ahora jardines, fuentes, canchas de tenis y sendas para los corredores y practicantes de la bicicleta. A medida que uno sale del centro sin dejar la antigua ribera fluvial, el cauce está más seco y sólo adornado en sus paredones desnudos con mensajes de amor de los grafiteros -unos seres muy sentimentales, pese a las apariencias-, casi todos ilegibles desde la altura de nuestra mirada peatonal. Sin duda Dios sí los ve.

Tengo con Valencia una relación de la que el Dr. Freud podría haber sacado mucho partido psíquico. Por la hondura y densidad de mis raíces, yo iba a menudo a la capital del Antiguo Reino, y al niño aquella monumentalidad de su centro histórico le impresionaba entonces menos que otras opulencias más frondosas y hasta chillonas: las frutas de cerámica del Mercado Central, las ‘mascletás’ de las fiestas de San José, y los propias fallas, que eran mucho más hiperrealistas y grandiosas que las que por San Juan se plantaban en Alicante. En esos viajes, mis padres hablaban el valenciano con los suyos, y mis hermanos y yo quedábamos, entendiéndolo casi todo, un poco excluidos de esa lengua atávica que a nosotros no nos enseñaron. Desde fuera, Madrid se me aparece como un lugar añorado, a ratos ajeno, como lo son las ciudades que se desconocen, aunque estoy seguro de que cuando en pocos días regrese la encontraré igual de levantada y extenuante, igual de entretenida. Y al poco de estar en ella viviendo allí todas las horas del día, me habré merecido, como ustedes, mi derecho humano a huir de ella a la primera ocasión.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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