
Vicente Molina Foix
Al final no rodé la secuencia prevista en el antiguo colegio de San José. Cuarenta y ocho horas antes del rodaje, el preboste o prepósito de la Compañía en Valencia comunicó a la producción que el permiso verbal muy confirmado que teníamos (y pagábamos) no era válido, pues los jesuitas no querían tener "problemas de imagen". Sugerente expresión, que yo mismo podría entender y hasta suscribir. Lo malo es lo que dijo a continuación: "Le negamos el permiso en su día al mismísimo Luis G. Berlanga". Qué honor para mí, y qué orgullo el de esta Sociedad de Jesús que quizá moldeó en mi, contra mis instintos, ciertas maneras de ser.
En lugar de las secuencias preparadas para el gran caserón de San José, que no hacía de colegio sino de Centro de Detención de extranjeros, rodamos en la serpenteante callecita de Salinas -pleno barrio del Carmen en su "side" más "dark"- una breve pero para el director substancial escena de prostitución callejera. Son aún muy recientes las impresionantes fotografías de la Boquería de Barcelona que publicó El País, y no era cuestión de competir con las leyes del mercado. A los vecinos del Raval y a muchos observadores de la moralidad pública les parecieron indignantes, y yo sólo simpatizo con los primeros. Estéticamente, las fotos eran neorrealistas, pero el borrado de las bocas y los sexos les daba a las imágenes algo muy ‘nouvelle vague’.
Así que el director de ‘El dios de madera’ optó por pedirle a su iluminador, Andreu Rebés, que le creara en ese callejón valenciano cubierto de pintadas una piel irreal para una escena de realidad acuciante, tanto como lo es el deseo. Pero también hubo suerte con las actrices que acompañaban en su recorrido puteril al protagonista Yao (Madi Diocou). Las cuatro (una rusa, dos españolas, una senegalesa) fueron ejemplo de carácter, de ese carácter episódico al que me refería en la entrada anterior de este diario. Inmensas secundarias con minifalda y lengua propia, que en los casos de las dos extranjeras se oirán en v.o. sin subtítulos.