Vicente Molina Foix
Un Marcel Proust que no había escrito aún ninguna de sus novelas visitó, en octubre de 1898, la casa en la que tuvo su estudio y su vivienda el pintor y también escritor Gustave Moreau, que había muerto seis meses antes. Al volver de aquella visita al casón de la rue de La Rochefoucauld, en el entonces bohemio barrio parisino llamado Nueva Atenas, cerca de Pigalle, el joven Marcel tomó unas notas que dejó inéditas toda su vida; en el segundo apunte de ese hermoso texto se lee lo siguiente: "Ya en vida, la casa de un poeta no es del todo una casa. Se siente que, por un parte, lo que allí se ha hecho ya no le pertenece, es ya de todos, y que a menudo no es la casa de un hombre […] es […] el lugar de encuentro de corrientes misteriosas. Pero es en un hombre donde se agita a veces ese alma […] Su casa es mitad iglesia, mitad casa del sacerdote. Ahora el hombre está muerto, sólo queda lo que ha podido desprenderse de lo divino que había en él".
Las casas de los más grandes artistas pueden no tener nada del otro mundo; han sido muchas veces desnaturalizadas, ‘tuneadas’, por no hablar de las que tenían vestigios importantes y fueron destruidas de modo rapaz por el municipio o los herederos, uno y otros ávidos de la plusvalía. Las hay que parecen santuarios concebidos para que, caído allí por accidente, el turista, después de pasar por caja y comprar a la salida un imán de nevera o un posavasos con la efigie de Shakespeare, se sienta satisfecho de haber ganado -sin haber leído una sola línea del genio en cuestión- la indulgencia plenaria del tribunal de las artes y las letras. De la modesta casa de Goya en Burdeos me atrajo el orinal bajo el somier, que un cartel un tanto rudimentario afirmaba haber sido usado por el pintor cuando de noche urgía la vejiga. Proust sintió efluvios de la divinidad en la rue de la Rochefoucauld, y yo tuve hace años un espejismo casi erótico en la mansión campestre de Isak Dinesen en Rungstedlund, al norte de Copenhague, donde la extraordinaria narradora, enterrada allí mismo a la sombra de una rotunda haya, se me mostró, yo juraría que desnuda y solícita, entre los arbustos.
La casa de Vicente Aleixandre en Velintonia (rebautizada a su pesar con su propio nombre al ganar el Nobel) lleva muchos años desierta, y así la ha retratado en la revista Librújula el gran fotógrafo Asís G. Ayerbe, que le ha visto el alma con la cámara, deteniéndose también, con ojo narrativo, en los rincones que uno no asocia con el sublime arte del autor de ‘Poemas de la consumación’: el armatoste de la calefacción, los baldosines rotos, la pila de lavar. Durante veinte años yo le vi el cuerpo y las tripas al nada lujoso chalet del madrileño Parque Metropolitano, como uno más de los visitantes asiduos de la vivienda en la que un hombre sufrió y amó y escribió -siempre tumbado en la cama de un dormitorio escueto- los versos tal vez más hermosos del siglo XX sobre el dolor y el ansia amorosa, sobre el paraíso de la sensualidad y los infiernos del abandono. Cuatro generaciones literarias de España y Latinoamérica pasaron por allí en un rito laico oficiado por el sacerdote más descreído, menos profesoral y solemne que yo haya conocido. No había homilías ni mandamientos en el salón de Aleixandre. Sólo la paz elocuente de un espíritu abierto a la curiosidad y al diálogo.
He vuelto varias veces a ese lugar cerrado, echando en falta los muebles y los libros, la cama de los versos (todo por fortuna conservado a buen recaudo), y recordando la risa del gran sarcástico que fue el poeta nacido en Sevilla, su voz tan memoriosa. Voces de Velintonia: las de Miguel Hernández y Federico, trasmitidas a larga distancia, la de los exiliados amigos que no volvieron, la de Conchita, hermana de Vicente, que estaba cerca, discreta, atenta. Y la de Sirio, el perro sucesivo que Aleixandre tuvo siempre, una dinastía canina que sólo acabó al morir su dueño.