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Casa del alma

Por 20 de enero de 2016 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Un Marcel Proust que no había escrito aún ninguna de sus novelas visitó, en octubre de 1898, la casa en la que tuvo su estudio y su vivienda el pintor y también escritor Gustave Moreau, que había muerto seis meses antes. Al volver de aquella visita al casón de la rue de La Rochefoucauld, en el entonces bohemio barrio parisino llamado Nueva Atenas, cerca de Pigalle, el joven Marcel tomó unas notas que dejó inéditas toda su vida; en el segundo apunte de ese hermoso texto se lee lo siguiente: "Ya en vida, la casa de un poeta no es del todo una casa. Se siente que, por un parte, lo que allí se ha hecho ya no le pertenece, es ya de todos, y que a menudo no es la casa de un hombre […] es […] el lugar de encuentro de corrientes misteriosas. Pero es en un hombre donde se agita a veces ese alma […] Su casa es mitad iglesia, mitad casa del sacerdote. Ahora el hombre está muerto, sólo queda lo que ha podido desprenderse de lo divino que había en él".

     Las casas de los más grandes artistas pueden no tener nada del otro mundo; han sido muchas veces desnaturalizadas, ‘tuneadas’, por no hablar de las que tenían vestigios importantes y fueron destruidas de modo rapaz por el municipio o los herederos, uno y otros ávidos de la plusvalía. Las hay que parecen santuarios concebidos para que, caído allí por accidente, el turista, después de pasar por caja y comprar a la salida un imán de nevera o un posavasos con la efigie de Shakespeare, se sienta satisfecho de haber ganado -sin haber leído una sola línea del genio en cuestión- la indulgencia plenaria del tribunal de las artes y las letras. De la modesta casa de Goya en Burdeos me atrajo el orinal bajo el somier, que un cartel un tanto rudimentario afirmaba haber sido usado por el pintor cuando de noche urgía la vejiga. Proust sintió efluvios de la divinidad en la rue de la Rochefoucauld, y yo tuve hace años un espejismo casi erótico en la mansión campestre de Isak Dinesen en Rungstedlund, al norte de Copenhague, donde la extraordinaria narradora, enterrada allí mismo a la sombra de una rotunda haya, se me mostró, yo juraría que desnuda y solícita, entre los arbustos.

          La casa de Vicente Aleixandre en Velintonia (rebautizada a su pesar con su propio nombre al ganar el Nobel) lleva muchos años desierta, y así la ha retratado en la revista Librújula el gran fotógrafo Asís G. Ayerbe, que le ha visto el alma con la cámara, deteniéndose también, con ojo narrativo, en los rincones que uno no asocia con el sublime arte del autor de ‘Poemas de la consumación’: el armatoste de la calefacción, los baldosines rotos, la pila de lavar. Durante veinte años yo le vi el cuerpo y las tripas al nada lujoso chalet del madrileño Parque Metropolitano, como uno más de los visitantes asiduos de la vivienda en la que un hombre sufrió y amó y escribió -siempre tumbado en la cama de un dormitorio escueto- los versos tal vez más hermosos del siglo XX sobre el dolor y el ansia amorosa, sobre el paraíso de la sensualidad y los infiernos del abandono. Cuatro generaciones literarias de España y Latinoamérica pasaron por allí en un rito laico oficiado por el sacerdote más descreído, menos profesoral y solemne que yo haya conocido. No había homilías ni mandamientos en el salón de Aleixandre. Sólo la paz elocuente de un espíritu abierto a la curiosidad y al diálogo.

     He vuelto varias veces a ese lugar cerrado, echando en falta los muebles y los libros, la cama de los versos (todo por fortuna conservado a buen recaudo), y recordando la risa del gran sarcástico que fue el poeta nacido en Sevilla, su voz tan memoriosa. Voces de Velintonia: las de Miguel Hernández y Federico, trasmitidas a larga distancia, la de los exiliados amigos que no volvieron, la de Conchita, hermana de Vicente, que estaba cerca, discreta, atenta. Y la de Sirio, el perro sucesivo que Aleixandre tuvo siempre, una dinastía canina que sólo acabó al morir su dueño. 

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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