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Austin: cultivada rareza

Por 23 de diciembre de 2009 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

En el año 2000, un grupo de ciudadanos de Austin, celosos de preservar ciertas peculiaridades de la ciudad, lanzó la frase "Keep Austin weird" ("Que Austin se mantenga rara"), y lo que al  principio no fue más que la ocurrencia de unos extravagantes, en poco tiempo se convirtió en un lema ahora asumido desde la alcaldía. ¿Cómo de rara es Austin? Al principio no lo parece mucho. Situada más o menos en el centro de Texas, no es la ciudad más hermosa del estado (seguramente lo sea San Antonio), ni la más grande (Houston), ni la más artísticamente avanzada (Dallas), pero al ir conociéndola se empieza a ver su encanto, su mezclada personalidad, su acusado perfil humanista. Se trata de una ciudad universitaria, y la universidad es no sólo el ‘alma mater’ sino -o así me lo pareció a mí- el espíritu del lugar. Repartida entre una serie de edificios eclécticos, alguno muy bonito, la universidad tiene un hito arquitectónico, la Torre, que rivaliza o le hace un guiño al otro gran punto descollante y emblemático, la cúpula del Capitolio.

     Los americanos adoran tener capitolios en sus capitales, y se esmeran en su construcción, pero el de Austin es realmente impresionante; me contaron mis anfitriones que Borges, visitante asiduo de la ciudad, se hacía siempre llevar allí, tocando con sus videntes manos, antes de entrar, los nobles muros de granito rojizo. El presente Capitolio se empezó a levantar en 1882, y al terminarse, seis años después, se dijo que era el séptimo edificio más grande del mundo. Como todo capitolio que se precie, es de estilo clásico, neo-renacentista éste, pero con esa elegante solidez geométrica que tienen en los Estados Unidos sus símbolos de piedra, desde las grandes fábricas a los primeros rascacielos. Abierto cómodamente al público a todas horas, no en vano es lugar de representación del pueblo, la visita es muy recomendable, ofreciendo, además de sus cuadros, sus salones y sus galerías de columnas, una rareza que nos llama la atención; en el suelo de mármol de la rotonda central, están grabadas las enseñas de todos los países o estados a los que la orgullosa Texas perteneció a lo largo de su historia: la Estrella Solitaria de la breve República de Texas, el Sello de la Confederación, la flor de lis de los Borbones franceses y el león y el castillo de las armas castellano-leonesas.

    Espectacularmente iluminado de noche, se dejará a un lado la mole del Capitolio cuando el viajero se acerque a la cuadrícula del distrito musical y ‘golfo’ en el Downtown, famoso en una ciudad donde la asombrosa profusión de iglesias de todas las religiones (yo tenía seis rodeando mi hotel) no impide, por ejemplo, la existencia de una bulliciosa comunidad gay, con sus lugares de esparcimiento al oeste de la calle 4. La calle 6, en su parte este, es la que alberga otra gran cantidad de templos que dan a Austin su más laica y celebrada espiritualidad. En esa zona, cruzada por dos grandes arterias, las calles Lavaca y Guadalupe, y jalonada por la llamativa silueta, entre romántica y vaquera, del Hotel Driskill (precioso y de muy buen comer su restaurante), se halla, en una serie casi ininterrumpida de animados locales nocturnos, la mayor  oferta imaginable de música en vivo: country, folk, blue, jazz, etc. Según mis amigos melómanos, el de más solera es el Elephant Room, en Congress Avenue, y allí, en efecto, asistí yo una noche a una emocionante ‘jam session’ a partir de las composiciones de Thelonious Monk. Para los nostálgicos de la edad de oro del ‘pop’, la peregrinación obligatoria, lejos de allí, en North Lamar, es el Threadgill´s, un atractivo bar de carretera al viejo estilo donde en los primeros años 1960 empezó a cantar la tejana Janis Joplin, estudiante entonces de la universidad de Austin.

    El cliché de un estado cuyo símbolo más presente es el de los ‘longhorns’, los largos cuernos curvos de las vacas, no debe ocultar que en Austin, y también en Dallas y Houston, los millonarios petroleros han hecho posible la existencia de museos y centros culturales ejemplares. En Austin, esa generosidad del mecenazgo alcanza una sofisticación deslumbrante. La describo en tres paradas. La primera en la Nettie Lee Benson Latin American Collection, que dispone de un fondo de manuscritos y libros iluminados tal vez incomparable. La visita le deja a uno boquiabierto sin cesar, pues cuando se acaban de disfrutar los mapas mexicanos del siglo XVI, deliciosamente ingenuos, van apareciendo las ‘joyas’ contemporáneas, entre las que el original de ‘Rayuela’ corregido por el propio Cortázar se asemeja a un primitivo incunable. La segunda es el museo Blanton, otra donación privada donde se amalgama un núcleo central muy bien seleccionado de pintura barroca italiana con diversas muestras de arte americano contemporáneo. Por último, el Harry Ransom Center, que más que un centro de humanidades es la más maravillosa cueva de Alí Babá que yo conozca. En el Ransom, hogar definitivo de los archivos privados de  -por citar sólo adquisiciones recientes- Doris Lessing, Borges, Burgess, Malamud, Narayan o Stoppard, llega a ser vertiginosa, como en un juego de sueños realizados, la posibilidad de ver la primera foto de la historia, las páginas a mano de Proust y Faulkner, antes de pasar a los vestidos originales de Escarlata 0´Hara (tienen el legado de Selznick) o las tijeras gigantes que Dalí diseñó para el ‘Recuerda’ de Hitchcock.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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