
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
Ante lo que Dante llamase la cortedad del decir, muchos autores sienten la necesidad de fabular nuevas lenguas para enriquecer su mundo o reflejarlo con más propiedad. Podemos recordar los ejercicios de lenguaje babélico de Eugenio Montejo en Los cuadernos de Blas Coll, el Finnegans Wake de Joyce, la neohabla de Orwell, el jabberwocky de Lewis Carroll, el gíglico del capítulo 68 de la Rayuela cortazariana (que recuerda la imaginería verbal de Oliverio Girondo), las jitantáforas de Alfonso Reyes, la jerga Nadsat de La naranja mecánica de Anthony Burgess, el neoidioma de algunos personajes del Esperanto de Fresán, el “enoquiano” de John Dee recordado por Borges, que sería el lenguaje de los ángeles, o el Zaum transracional de los poetas futuristas rusos. En 1929, Han Henny Jahnn describe en su novela Perrudja al personaje del mismo nombre, que "tiene que ‘decir lo indecible’ y entona canciones en una lengua elemental inventada por él mismo" (Walter Muschg). Belén Gache recuerda los fragmentos de "lengua utópica" incluidos por Tomás Moro en su Utopía (1516), y la lengua ignota creada por Hildegarda de Bingen. Nabokov, en Fuego pálido, inventa el “zemblano”, idioma de la ficcional Zembla que parece una mezcla de alemán y sueco, y escribe algunos versos en él: “Ret woren ok spoz on natt ut vett / Eto est votchez ut mid ik dett”. Otros creadores fueron incluso más allá: la protagonista demente y cruel de Lilith (1964, Robert Rossen), protagonizada por Jean Seberg, habla un idioma propio que sólo entiende ella, y el escritor australiano Robert Dessaix también dice tener un idioma particular, llamado “K”, porque “deseaba palabras para describir la realidad. Así que me las inventé” (“The Lenguage of K”, Lingua Franca, 1998). Uno de mis creadores favoritos de lenguas, de quien hablé en Pasadizos, es Stillman, de La ciudad de cristal (1985) de Auster. Así justifica su objetivo: “Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. […] Estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. […]que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. […] Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. […] —¿Y qué hace usted con esas cosas? —Les pongo nombre”. / Pero uno de los autores que llegó más lejos en estos propósitos fue Rusell Hoban, un gran escritor no tan conocido como debiese, a pesar de que Harold Bloom lo haya recomendado y de que el citado Burguess llegase a decir de Riddley Walker (1980): “esto es lo que la literatura debería ser”. Esta novela está redactada en un dialecto que, según el propio Hoban, “contiene restos de una cultura perdida y de su tecnología: las palabras son descompuestas en palabras más pequeñas, y esos nuevos usos conllevan nuevos significados”. Es el resultado de la degeneración de la lengua tras un armaggedon nuclear, en un ambiente primitivo y atávico que no resultará extraño a los lectores de Rafael Pinedo. Veamos un ejemplo, en la versión de Marisa Pascual y David Cruz: “lo traje hazia mi tenia la caveça casi arrancada. Savian aualanzado a por sus partes”. / Crear lenguas o romperlas (Beckett, Hoban, Roussel): el lugar donde novela y poesía comparten, por una vez, el mismo espacio.