
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
¿Y gato, no tienen ustedes gato?
Olvido García Valdés, Y todos estábamos vivos
La clave está en el gato. El personaje La amante de Wittgenstein, de David Markson, le escribe una carta a Heidegger para preguntarle posibles nombres para su gato. La poesía debe buscar el gato -la novela tiende a perseguir, más bien, al gato onza o Gatopardo-, y así lo ha hecho tradicionalmente: la poesía metafísica inglesa perseguía al gato ignaciano, la escuela de Jena quería encontrar el gato encerrado de la lírica y Cernuda el gato de la canción eliotiana de Prufock, según Julián Jiménez Heffernan (La palabra emplazada). Bajo esa imagen de gato mistérico, que podríamos remontar al antiguo Egipto y los poetas órficos, se encierra todo lo inasible que es la almendra misma de lo poético. Como los gatos, encierra siempre algo inextricable y, como los gatos, desaparece a temporadas sin dejar rastro. "¿Por qué el gato sabe que la caricia es suya?", se pregunta uno de los poemas de Jorge Riechmann en Desandar lo andado. Cualquier esfuerzo lírico que busque al gato está condenado al éxito, aunque lo persiga bajo las formas de gato de Chessire, de gato con botas, del Gato metafísico de Américo Ferrari, del "gato de fuego" de Wallace Stevens, de "El gato egipcio" de Oliván, de "El gato negro" de Edgar Allan Poe que Amalia Iglesias Serna saca a pasear en un poema homónimo de Antes de nada, después de todo; del "Gato en el hombro" de Álvaro García, del gato que Büchner hacía abalanzarse sobre Lenz, el gato autoconsciente de Natsume Soseki, el gato que según César Vallejo, le escribió un poema[1], el gato que Jordi Doce hacía salir de "Caza menor" en Gran angular, o el que Valente lanzaba lleno de latas del coro al caño y viceversa; y aún quedan los de Eliot: el Original conjuring cat o mi preferido, el gato persa al que alude en Five-fingers excercises y al que el poeta pide respuesta sobre la detención o continuación del tiempo. Baudelaire, en "El reloj", un hermoso texto de Spleen de París, explica que "los chinos ven la hora en los ojos de los gatos", y que cuando alguien le preguntaba qué miraba en los ojos de su felino, le respondía "Sí, veo la hora: ¡es la Eternidad!". Qué otra cosa busca el lector sino quedarse en suspenso.
[1] "Pienso en mi gato que sentado en la mesa, intervino en un poema que yo escribía, deteniendo con su pata mi pluma según el curso de mi escritura. Fue el gato quien escribió el poema"; César Vallejo, "Del Carnet de 1936/1937", en Poemas en prosa. Contra el secreto profesional; Laia, Barcelona, 1977, p. 91.