Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.
El Jardín de flores curiosas del leonés Antonio de Torquemada (1505 – 1569) da fe de varios casos de partos prodigiosos. En algunas aldeas entre París y Tolosa las mujeres ciegas parían ranas; en Medina del Campo una mujer parió siete hijos de una vez; otra mujer, de Salamanca, nueve; una italiana, también de una vez, parió setenta hijos; y da por cierto lo que dice Alberto el Grande, que una alemana parió de un solo parto ciento cincuenta hijos, del tamaño del dedo meñique y muy bien formados, envueltos todos en una película, aunque no se dice si esta familia llegó a buen fin. En el año 1545 una señora noble dio a luz, en Bélgica, un niño que tenía la cabeza de diablo (según opinión de los expertos, una trompa de elefante en medio del rostro, patas de ganso en los remates de los pies y manos, ojos de gato encima del vientre, una cabeza de perro en cada codo y rodilla, dos testas de mono en relieve en el estómago y una cola de escorpión retorcida y larga de una vara y media -lo que debía convertirlo en un chiquillo muy gracioso-, y como nadie quería encargarse de esa paternidad, los teólogos y parientes de la dama acusaron caritativamente al diablo de haber engendrado aquel chiquillo, pero la madre sostuvo que era de su marido y las personas sensatas la creyeron, puesto que ella lo debía saber mejor que nadie). Sea lo que fuera, el pequeño monstruo sólo vivió cuatro horas y al morir gritó, en alta e inteligible voz, por las dos bocas de perro que tenía en las rodillas: ¡Velad y rogad, porque el juicio final está cerca! En la Historia del Languedoc, su autor, según cita el jurista Pierre de Lancre, narra que el día 6 de septiembre del año 1387, una burra dio a luz dos niños varones tan bien formados como podrían serlo salidos de una mujer, suscitándose la duda de si debían ser bautizados, hasta que el cardenal de Saint-Angel dictaminó que sí lo fueran. Para acabar esta relación, Antonio de Torquemada cuenta que en un lugar de España había una borrica de tal suerte hinchada, que al tiempo de parir reventó, saliendo de ella una mula que también murió inmediatamente, teniendo, como su madre, el vientre tan grueso que su dueño la abrió para saber lo que tenía dentro, y encontró otra mula que también estaba preñada.
El Bestiario de Ferrer Lerín / Diccionario Infernal de Collin de Plancy
Varias masías del Maestrazgo, en el año 1823 , registran nacimientos de cabritos con ligeras anomalías. Son animales de buen peso y color pero que rechazan la ubre chotuna coceando y profiriendo sonidos que algunos interpretan como “¡tet, tet!” y, otros, los más, como “¡quet, quet!”. Prefieren tomar la leche de los pechos femeninos aunque invariablemente mueren pronto; a los diez o doce días. Diseccionado un ejemplar por el farmacéutico de Castellón de la Plana licenciado Gutierre Pallás García se halla, en el interior de la cabeza –que hace de funda-, otra cabeza, pero ésta de niño humano, eso sí con los labios gruesos y prolongados a manera de belfos caballares. Ante la duda de si es o no acreedor de enterramiento en camposanto se opta por abrasarlo en el horno de pan de la Masada del Sordo, y no se sigue con la pesquisa.
Existe (o existía) un vasto lugar, un territorio abrupto e inaccesible, en el oeste de la provincia de Salamanca, al norte aproximado de Ciudad Rodrigo, que hoy aparece, en mapas y planos, como un despoblado, como un espacio en blanco a salvo de símbolos que indiquen algún modo de intervención humana. En 1962, un grupo de investigadores alemanes lo recorre. Habían entrevistado en un hospital de Sigmaringen al último oriundo vivo de Comiaces, una aldea ya entonces borrada de los catastros, y que según J. H. H., era la capital de lo que hoy denominaríamos una comarca o subcomarca. Este hombre, arrastrado por el flujo migratorio, llega a Alemania a mediados de los cincuenta y lleva hasta su muerte –a los sesenta y cinco años, a los pocos días en que es descubierto para la ciencia- una vida placentera: residente en las cloacas, nutrido de miasmas, sin la necesidad de hablar con nadie (parece estar más cerca del dominio infuso de la lengua alemana que del recuerdo de la lengua española que sólo balbucea incorporando, eso sí, elegantes alaridos y elocuentes gestos). Tratado por un equipo de psicólogos y antropólogos de la universidad de Stuttgart, se logra fijar el punto exacto de procedencia y precisar algunos datos biográficos pese a la obstrucción manifiesta del consulado español que sólo quiere su urgente repatriación para su internamiento en un manicomio. Dado el cariz de las revelaciones, se organiza un viaje, con el pretexto, ante las autoridades españolas, de acompañar el cadáver hasta su enterramiento en la aldea. No vamos a describir las peripecias de la prospección sino los resultados. Antes de ser embalsamado se le practica la autopsia confirmándose la naturaleza ósea de la protuberancia situada en la nuca. En las ruinas de Comiaces –así como en las de otros cinco núcleos de población próximos-, en los desvanes de lo que pudieron ser viviendas, hallan varios objetos de madera toscamente tallada que invocan a tamaño natural la naturaleza de un cordero con dos cabezas de diferentes dimensiones siendo, una de ellas, no siempre la mayor, de apariencia humana. En la ladera de un cerro, que equidista de los poblachos, encuentran el gran corral donde, según J.H.H., se encerraba a las criaturas mixtas que sobrevivían al parto y que eran visitadas alternativamente por las mujeres –¿sólo sus madres?- para alimentarlas, y por los hombres para satisfacer su apetito venéreo. Sin mucho esfuerzo se sacan de la paja y el estiércol varios esqueletos, todos bicéfalos, presentando el mismo abanico de posibilidades que presentaban las esculturas: la cabeza humana y la de aspecto ovino alternan en su desarrollo, pero siempre situadas una detrás de otra. Incluso hallan algo de piel adherida a los huesos de las piernas, una especie de lana que les conferiría porte de oveja, acentuado por la postura cuadrúpeda; vencido el cuerpo por el peso de las testas haría incómoda la marcha bípeda. En 1980 se publica un trabajo en Francia, sin resonancia académica alguna, acerca de las oleadas de singularidad morfológica en humanos: se citan los casos de anancefalia en los Pirineos y de bicefalia en el oriente portugués; siempre en espacios de tiempo superiores al año e inferiores a los diez y sin aparente periodicidad. Para Portugal 1896-1904, 1920-1922, 1931-1932, 1939-1946, y para los Pirineos 1828-1837, 1900-1902, 1910-1915. Afectan, dentro de esos espacios, al 50% de los nacimientos, aunque, en su mayoría, el grado de desarrollo de la malformación es bajo, dependiendo, la esperanza de vida, de ese grado de desarrollo: los bicéfalos perfectos no alcanzan nunca los 12 años, teniendo en cuenta que sólo el 25% de los concebidos superan el parto.
Describe en profundidad Alfonso Reyes, en Medallones (Buenos Aires, Austral, 1951), la desgraciada geografía corporal de Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, el notable dramaturgo mexicano (Taxco, ¿1581? – Madrid, 1639). De hecho dedica un capítulo, “Su figura”, a dar relación de citas referidas a los errores de la naturaleza que tantas puertas cerraron a Alarcón.
Parece que en algunas sátiras comparaban a Alarcón con el enano Soplillo, el que aparece en el cuadro de Rodrigo de Villandrando “Felipe IV príncipe y el enano Miguel Soplillo” (1620 – 1621) colgado en el Museo del Prado. Así Luis Vélez de Guevara le dice: ‘Por más que te empines, / camello enano con loba, / es de Soplillo tu trova’.
Comparado con una mona, corcovado de pecho y espalda, barbitaheño, es merecedor de nutridas burlas:
‘Colchado con melones, visto de lejos, no se sabe si va o viene’ (Luis Vélez de Guevara).
‘Tanto de corcova atrás / y adelante, Alarcón, tienes, / que saber es por demás / de dónde te corco-vienes / o adónde te corco-vas’ (Regidor Juan Fernández).
‘La que, adelante y atrás / gémina concha te viste’ (Góngora).
‘Zambo de los poetas y sátiro de las musas’ (Don Antonio de Mendoza).
‘Un hombre que de embrión / parece que no ha salido’ (Montalván).
‘Don Cohombro de Alarcón, / un poeta entre dos platos’ (Tirso).
‘Tiene para rodar / una bola en cada lado’ (Salas Barbadillo).
‘En el cascarón metido / el señor bola-matriz’ (Fray Juan de Centeno).
‘Baúl-poeta / semienano o semidiablo’ (Don Alonso Pérez Marino).
En unas seguidillas de la época se le llama “profecía de Jerónimo Bosque” y se le hace decir: ‘A ningún corcovado / daré ventaja, / que una traigo en el pecho / y otra en la espalda’.
Para finalizar este indecoroso repaso, una letrilla de Quevedo:
‘Corcovilla, poeta juanetes, hombre formado de paréntesis, tentación de San Antonio, licenciado orejoncito, no nada entre dos corcovas, zancadilla por el haz y el envés’; y la dedicatoria de Lope en Los Españoles en Flandes cuando nombra al poeta ‘rana en la figura y en el estrépito’.
Quizá el consuelo de semejante caballerete, velloso, con espesas barbicas y piernas algo divididas, fuera conseguir que sus amigos pasaran buenos ratos escarneciendo y gesteando su figura. En el torneo de mascarada de cierta fiesta de San Juan de Aznalfarache adoptó el sangrante apodo de Don Floripondio Talludo, príncipe de la Chunga.