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Suicidio

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La ceguera

Mi nombre es Berta Anselma Martínez y Martínez de Riaza, la Tréboles, la que fuera fiel acompañante, durante décadas, del ornitólogo español Francisco Ferrer Lerín, descubridor, en la subbética jiennense, de la única población, en la penínusla ibérica, de águila rapaz (Aquila rapax belisarius) y descubridor también, en el oscense Reguero del Tomizar, de la única nidificación conjunta, conocida por la ciencia, de las tres especies europeas occidentales de aguilucho (Circus aeruginosus, Circus pygargus y Circus cyaneus). 

Ahora, en este momento de dolor tras la reciente muerte del maestro, quiero dar testimonio de algunos de los hitos del proceso de pérdida de visión que le afectó y que acabó por anularlo. Sería mayo de 2014, en los pinares solanos de los castellonenses Puertos del Rico, cuando me sorprendí indicando a don Francisco la presencia de una pareja de águilas culebreras (Circaetus gallicus) planeando sobre nuestras cabezas; siempre era él quien identificaba las aves, adelantándose al resto de ornitólogos y aficionados. En junio de ese mismo año, en los Cañones del río Mesa, en la provincia de Zaragoza, fue incapaz de distinguir el vuelo a ras de acantilado, críptico sin duda, de un ejemplar juvenil de águila-azor perdicera (Aquila fasciata). En enero de 2015 la disminución de su capacidad visual era ya palmaria, hasta el punto de que no veía con claridad las nubes de grullas (Grus grus) que aterrizaban al atardecer en los campos de la localidad de Bello, en la porción turolense de la laguna de Gallocanta. A primeros de febrero me armé de valor y le sugerí visitar al oftalmólogo Perico, amigo de su familia. El diagnóstico fue demoledor: degeneración macular asociada con la edad (DMAE), de tipo húmedo, en ambos ojos.    

Se inició entonces un peregrinaje por las clínicas oftalmológicas más sofisticadas, para acabar, desesperado, estos últimos dos años, acudiendo a las consultas naturistas europeas y luego a las asiáticas y africanas. Pero todos los intentos de curación resultaron vanos. Sin herramientas de trabajo, sin una razón clara para seguir viviendo, Francisco Ferrer Lerín, opta por concluir con su existencia. Convoca a Carlos Sánchez Peragón, su abogado de toda la vida, y le pide ayuda para resolver el trance, que busque a un profesional que dé al óbito carácter de suicidio. Pero entonces Peragón le comunica que los recursos económicos, tras los periplos terapéuticos, se han agotado; no puede hacer frente a la minuta del sicario. Don Francisco se levanta violentamente del sillón orejero y, a tientas, se dirige con desenfreno hacia el resplandor de la ventana, la rompe con la cabeza ciega, salta al vacío y, planeando gracias al holgado batín de seda, se estrella contra los veladores de la terraza del Café Comercial donde alguna vez departiera con Esperanza Aguirre.

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12 de junio de 2018
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Acervo

Es sabido que en X los suicidios ocurren de tres en tres. Esta semana el primero de los suicidas era un viejo conocido de mi familia, de niño chapoteaba en la alberca de la finca de mi abuela Carmen y ya entonces apuntaba maneras de hombre de acción. El segundo pertenecía a la comparsa cristiana, recientemente había participado en el “boato del capitán” y se le consideraba cercano a los movimientos de recuperación de las fórmulas primigenias del “nugolet” y el “puchero con pelotas”. Del tercero se sabe muy poco, hay quien insinúa que no era de aquí, que quizá fuera negro o rumano, lo que abre un acalorado debate acerca de la intrusión de gentes extrañas en nuestras más arraigadas tradiciones.

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14 de junio de 2017
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Necrologías 4

 

Conocí a Ricardo García Munarriz en la Universidad de Barcelona durante el curso 1962-1963. Vivaracho, casi nervioso, era ese tipo de persona que mantiene en ascuas a la concurrencia por la agudeza de sus consideraciones y lo chocante del modo de expresarlas. Capaz de dar un giro a la conversación sin perder un ápice de intensidad volvía de súbito a lo que antes se estaba tratando para así dejar descolocados a sus fatuos epígonos. Daba igual que fuera literatura, arte o ciencias de la naturaleza; Ricardo sabía de todo, disponía de una inteligencia natural que lo convertía en el ser plástico por excelencia: adaptaba los razonamientos, el léxico, los gestos, diría que el porte y las líneas de su rostro, a las características de sus interlocutores. Pienso ahora, desde la distancia, que Ricardo García era, ante todo, un farsante, alguien que con vastas y reconocidas lagunas en numerosos campos del saber lograba, mediante su encanto personal y unos elementales y misceláneos conocimientos, convertirse en el centro de atención y, me consta y me duele, en el mentor de condiscípulas no siempre poco agraciadas.      

Perdí su rastro en 1968. Yo había acabado Derecho e ignoro si él acabó Filosofía. Corrió entonces el rumor, quizá el bulo, de que había ingresado, como ornitólogo becario, en un centro pirenaico de investigación. Poco a poco su recuerdo se fue borrando y, nadie, que yo sepa, volvió a hablar de él en las tertulias y otros foros, al tiempo que se rompían los sólidos vínculos que había establecido con la prensa escrita donde, en aquellos años, su presencia, mediante artículos suyos o dedicados a su persona, era constante y abrumadora. Por eso hoy, nueve de febrero de 2009, al recibir un paquete remitido por Ricardo García Munarriz mi corazón ha dado un vuelco. Un pequeño y delgado paquete rectangular que me llega por correo postal ordinario y en el que con caligrafía vacilante, a bolígrafo de bajo precio, se escribe en el anverso mi nombre y dirección con algunos errores y, en el reverso, dentro de un círculo trazado en el ángulo superior derecho, los datos del remitente: R. García Munarriz / Farmacia, 3, 3º, dcha. / 28004 Madrid.    

“Querido Pedro”, dice la breve misiva en un papel suelto cuadriculado, “aquí tienes mi legado. Creo que eres merecedor de poseerlo porque fuiste la persona con quien sostuve más abundantes y extensas conversaciones sobre arte y literatura. Verás que junto a esta carta va un sobre. En su interior encontrarás anotadas las frases, las palabras que me han emocionado a lo largo de mi vida. Son pocas y forman tres bloques. Recibe un abrazo de tu amigo Ricardo que ya habrá muerto cuando me estés leyendo. En Madrid a las 11 horas del jueves 5 de febrero de 2009.” Llamé a mi abogado por si la comunicación de ese posible suicidio pudiera comprometerme y luego, ya con la policía avisada, el piso inspeccionado y el juez movilizado para levantar el cadáver, me dispuse a disfrutar con el ramillete de citas que iluminaron, sin duda, toda una existencia.    

  

De la prensa diaria:

 “Los preparativos para la Fiesta Provincial del Fiambre Casero.”

“Fueron compañeros de la sección de lengüetas.”

“Recorrió junto a Smith el circuito de garitos de mala muerte.”

“Donde la ciudad acaba, donde las ciudades son como islas, cortadas, de     límites definidos.”

“A su madre el suceso no le quitó el apetito de hacer música.”

“Discos eclécticos, repletos de dobles sentidos y simpáticos exotismos.”

“Una de las femmes fatales más intensas que ha dado el género.”

“El Baile de las Monjas de Roberto el Diablo, la Danza de las Monjas     Espectrales en el interior de la Catedral de Palermo. “    

“Vagaba por las calles de Baltimore con ropas que no eran las suyas.”

“En Formentera se cazaban las pardelas a mordiscos.”

“Millares de animales simples forman un cerebro colectivo que toma decisiones.”

“Nunca buscó simetría (estética) sino eficacia.”

“Una mujer paralizada de cintura para abajo y que se negaba a ir en silla de ruedas.”

  

En libros y revistas:

“Fue una picadura de escorpión que dejó una mancha en forma de escorpión donde picó el escorpión.” Sara. Frank Ferris.

Señora Píbodi. (Común)

Señora Bíguelou. (Común)

“Era una mujer de cara mutable, con un amplio repertorio de apariencias que iban desde la fealdad hasta un particular modo de belleza.” Ella. Jean de Erin.

 “Uno de mis defectos es que no he podido acostumbrarme a la fealdad humana.” El filo de la navaja. William Somerset Maugham.

“Las largas peregrinaciones hacen a los hombres discretos.” El licenciado Vidriera. Cervantes.

“Ningún artista tiene inclinaciones éticas. En un artista, una inclinación ética es un amaneramiento estilístico imperdonable.” Óscar Wilde.

“La filosofía es el manejo de lo obvio (o del sentido común, que es lo mismo) mediante el uso de herramientas sofisticadas.” Revista Pensar.

“Viajar es esa actividad en la que uno paga por sufrir todo tipo de incomodidades.” Selecciones del Reader’s  Digest.

“Le gustan las mujeres húmedas de sobacos.” Libro de Buen Amor.

“Un cazador con pinta de idiota.” John Berger.

 

En la calle: 

“Tenía oído de tísica.”

“La compré las mamaderas.”

“Era hijo de un sastre ambulante.”

“He llegado a casa y me he lavado la boquita.”

 

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23 de enero de 2017
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Necrologías 2

 

La misma viga para tres maridos. Cosma Blata Ballarín, la Bruja de Artal, casó por primera vez en 1941. Que su hombre se ahorcara aquella noche ventosa de final de la década no constituyó noticia. De hecho, hasta tiempos recientes, los suicidios, en días de viento, eran comunes en esos rincones pirenaicos. Incluso se hablaba de una sólida tradición afincada en determinados enclaves, como la viga de hierro atravesada sobre el hueco de la escalera, fácilmente practicable desde el rellano de la última planta de un inmueble ubicado en el casco antiguo de cierta ciudad de cierto lustre, un inmueble abandonado y con la puerta de la calle siempre abierta, que concitó tanta fama que un grupo de sorianos fletó una camioneta para trasladarse y aprovechar las ventajas de una instalación tan pulcra, accesible y carente de riesgo para los practicantes. Después, con los ayuntamientos democráticos, primero se tapió la entrada y luego se demolió el edificio. Pero el caso de Cosma Blata (Artal, 1919 – Zaragoza, 1981) tiene un interés añadido: la expectación y la fascinación que provocó en su segundo marido, y no digamos en el tercero. La expectación, el diario estado expectativo ante el curso de los acontecimientos, ante la aparición de pistas, por pequeñas que fueran, encaminadas a cerrar el círculo y, la fascinación, extrema, por el lugar del sacrificio: la cuadra vacía, primorosamente ventilada e iluminada, la viga de madera de quejigo pulida y exenta, los accesorios –soga y taburete- discreta pero acertadamente colocados en el rincón visible, al alcance de la mano. 

El juez encargado del levantamiento del segundo y tercero de los tenaces esposos pidió traslado. Aunque se dijo que no era por eso, que lo que quería era cambiar de aires atmosféricos. Obtuvo plaza. Quedó instalado en Andalucía, en una importante población de la campiña jiennense. Y allí, pasados los años, Julio Muñoz Salgado, escribió un libro. Unas memorias de su larga y prolífica vida de juez que, ciclostiladas, circularon por diversos mentideros siendo, a menudo, tachadas de mera enumeración y descripción vigorosa de levantamientos y levantados. Publicadas ahora en condiciones –Muñoz falleció en 1993- se comprueba que hacen particular hincapié en tres singulares escenarios: la cuadra de la casa de la Bruja de Artal, el bloque de viviendas ciudadano con puertas abiertas a cualquier diletante y, un tercero, de gran espectacularidad y sentimentalismo. El juez Julio Muñoz Salgado (el libro se titula Memorias sosegadas de un funcionario servidor de la ley y la justicia  y ha sido editado por la venezolana Fundación Losilla) pormenoriza, sin recrearse, el proceso de suicidio de los ‘mocicos viejos’ en el olivar de la provincia de Jaén. El ‘mocico viejo’ es el equivalente del ‘tión’ altoaragonés, el miembro de la familia campesina acomodada que malvive, soltero, a la sombra del padre y que luego envejece rápido bajo la aceptación despechada del heredero casado. Una figura poco envidiable que arroja los mayores índices de muerte voluntaria y los mayores índices de fidelidad al procedimiento. 

El olivo, tótem indiscutible del paisaje, sufre, signo de los tiempos, un cambio en su fisonomía; se arrancan los ejemplares de gran porte, los cargados de años pero de baja productividad, reemplazándolos por ejemplares jóvenes, las llamadas ‘estaquillas’, que no tardan en convertirse en maduros productores aunque no ofrezcan garantías a la hora de colgarse de sus ramas. El juez escribe: “A menudo, los infortunados, mueren no por ahorcamiento sino por destrucción craneal al tener que saltar numerosas veces y golpearse contra el suelo por la poca altura de la rama elegida y, dada la bisoñez de la misma, su gran flexibilidad. Bajo el maravilloso cielo azul de estos campos no me ha resultado extraño levantar, diría mejor, caritativamente, recoger, en un mismo día, más de un magro cuerpo con la cabeza ensangrentada y achichonada”.

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9 de enero de 2017
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