Rosa Moncayo
«La ambición de poder es el núcleo de todo. La paranoia es, en el sentido literal de la palabra, una enfermedad del poder», escribe Elias Canetti en Masa y poder.
La prensa sistémica ha cancelado el sentido común. Abundan encuestas y titulares escalofriantes:
¿Deberían los no vacunados pagar por los gastos de su ingreso hospitalario y tratamiento? Austria confinará a los no vacunados. Prohibido visitar a sus familiares ingresados si no disfruta de la doble pauta de vacunación. Berlín deja sin vida social a los no vacunados. Confinar a los antivacunas. ¿Qué hacemos con los antivacunas? Europa endurece las medidas contra los antivacunas por el avance del COVID. Ha llegado la hora de actuar contra los antivacunas que van por ahí matando a gente. Cuñadismo vacunal, la nueva amenaza para las relaciones. A la caza del no vacunado. Los expertos advierten de lo que no se puede hacer en Navidad: No entremos en casa de los no vacunados, no los invitemos. Matar al no vacunado.
Punk is dead. La histeria vacunal roza máximos históricos. El tema ha llegado incluso a las pescaderías de barrio y sus conversaciones amables. ¿A qué esperas para ponerte la tercera dosis? Sintonizamos las principales cadenas de televisión y no vemos más que a un montón de tertulianos sin mascarilla echándole la bronca a los que no la llevan. Es que los techos del plató son muy altos, decían. El acceso al Vaticano sólo es posible con el pasaporte Covid. ¿Pasaporte de salud? La situación es tan ridícula que incluso la cadena McDonalds lo pide en algunos países. Berghain, el templo alemán de la música techno y las drogas, lo pide.
Donde hay riesgo, debe haber elección. El pasado mes de junio, mi querida amiga Sara, joven y activa, se preparaba para su tan esperado viaje a Islandia. Lo primero que le vino a la mente fue la obligatoriedad de mostrar su pauta de vacunación en el control de pasaportes del aeropuerto. Cumplió. Acudió a su cita y se puso la primera dosis de Pfizer. El calvario empezó tres horas después. Mareos, dolores de cabeza, vértigo. Incluso perdió la vista, todo borroso y nada a lo que agarrarse. En urgencias tan sólo le recomendaron reposo. Tres días después, se le inflamó la parte izquierda de la cara y el cuello. Acabó en parálisis. Luego, vinieron las taquicardias y subidas de tensión. Urgencias y TAC cerebral. El dímero D disparado. Su sangre se había coagulado hasta niveles insospechados. Han pasado cinco meses. Constantes ingresos en urgencias y prescripciones médicas, pero Sara no ha recuperado la buena salud de la que disfrutaba antes. Su día a día es una retahíla de mareos, náuseas y vómitos. Sinfín de vértigos, incluso tumbada en la cama. ¿Cómo era aquello de vacunarse para volver a la vida normal? Huelga decir que no hubo viaje a Islandia. Constantes visitas a neurólogos, públicos y privados, y todavía no ha podido dar con un tratamiento válido.
La libertad nos constituye como seres humanos. Los tres comportamientos de Fromm: Autoritarismo, destructividad y conformidad. Los vacunados contagian igual que los no vacunados. No lo digo yo, lo dice The Lancet. Basta ya de eufemismos y retórica oficialista. No son pasaportes e indicadores de salud, son permisos de movimiento. Australia, que hace poco gozaba de una de las democracias más liberales del mundo, se ha convertido en un infierno. Incluso Italia lo pide para trabajar. Miles de italianos se manifiestan cada día en las calles más concurridas de sus ciudades y la prensa no dice ni mu. Austria apunta a la vacunación obligatoria y un nuevo confinamiento. Un padre de familia lituano se lamenta por Twitter al no poder ir a comprar a su centro comercial. Without a pass, you’re banned. Estamos asistiendo a una debacle espiritual e irracional de la que no podremos recuperarnos. Aquellos que preferimos acudir a nuestra libre elección somos tildados de fachas conspiranoicos o portadores de un gorrito de papel de aluminio en la cabeza. La ventana de Overton está más abierta que nunca. Por favor, ¿qué más nos queda por ver? ¿Ha empezado ya la guerra por la libertad —me refiero a la libertad de verdad, no la chorrada del eslogan electoral— y no nos hemos dado cuenta?
Hace unas semanas, me topé por redes sociales con unas declaraciones de una instagrammer llamada Deborah Ciencia. «El bien y el mal existen. Los buenos serían los que se vacunan y los malos los que no se vacunan». ¿Por qué se puede alardear de ser divulgador científico en la televisión pública y acudir al moralismo más barato? Recordemos cuando el debate era la forma más sana de poner ideas en común. ¿A quién no le gusta un buen debate? Pues me temo que también lo hemos prohibido. Hace unos meses tuvo lugar un intento de mesa redonda acerca de la gestión de la pandemia en La Clave Cultural, el programa de Federico Ruiz de Lobera. Los invitados: tres médicos disidentes, María Luisa Carcedo, exministra de Sanidad del PSOE, y el presidente del Colegio de Médicos de Madrid. A la pregunta, ¿qué opina de los tropecientosmil efectos secundarios derivados de estas vacunas y sus muertes registradas? Carcedo y el presidente del Colegio de Médicos abandonaron el plató raudos y veloces. El vídeo fue eliminado de YouTube por incumplir las normas de la plataforma. ¿Qué normas son esas? Aquí nadie niega el virus, sólo nos hacemos preguntas. ¿Qué sería de nosotros si no nos hiciéramos preguntas? Hace unos días nos despertábamos con otra noticia: Instagram bloquea el hashtag inmunidad natural. Vamos a ver, ¿qué problema hay ahora con la inmunidad natural? El problema es que esa inmunidad no te la proporciona la vacuna, te la da tu sistema inmunológico.
Polarización y silencio cómplice. Otra pregunta más: ¿Por qué despreciamos nuestra libertad?