
Roberto Herrscher
A comienzos de 2012 el entonces jefe de redacción de la legendaria revista española El Ciervo, Alexis Rodriguez Rata, nos pidió a varios periodistas y escritores que pensáramos cómo nos íbamos a informar en una década. Era difícil. Facebook llevaba menos de diez años, Twitter era más nuevo, Instagram estaba naciendo, ni hablar de Tik Tok o Telegram. Ya existía Youtube pero no los youtubers. Y a nadie se le ocurría que Whatsapp se convertiría en algo más que una forma de escribirse y mandarse mensajes de audio, como un Gmail pero más ágil.
Lo que escribí hace diez años me parecía pesimista. Y leído ahora, es inocente, poco preciso, limitado.
Lo más importante es que en esa época yo imaginaba que el peligro de las redes sociales como reemplazo de los medios era comercial: su propósito era, imaginaba yo, vendernos más, dirigir nuestro afán comprador. Después supimos de Cambridge Analytica y la forma de usar las redes sociales para torcer elecciones y referéndums, para vigilarnos, para moldear nuestra visión del mundo y de nuestros vecinos, para hacernos descreer de los datos y la ciencia.
Releo hoy lo que publiqué en El Ciervo hace diez años. Me angustio. Estamos mucho peor. Juzguen ustedes.
Esto es los que escribí en enero de 2012:
¿Cómo me voy a informar dentro de 10 años?: Abriéndome camino entre la lluvia de mensajes de los informadores interesados
¿Cómo se informan hoy los jóvenes? Los diarios, la tele y la radio ya son marginales: todo viene por la pantalla de la laptop o notebook y por la pantallita de los móviles y los iPod y los iPad. No soy experto ni especialmente afecto a las nuevas tecnologías, pero como cualquier periodista de hoy, sé que los medios tradicionales tienen los días contados y que en 10 años todos nos informaremos de forma digital. El único límite a la pequeñez de los dispositivos es lo incómodo que resulta leer en pantallas demasiado pequeñas. Si no, todo se podrá ver en un reloj de pulsera, como ya hacía premonitoriamente James Bond en los años setenta.
Pero para mí lo más importante no es el cómo, sino el qué. Antes había que esperar a pie de quiosco o a que se prendiera el viejo aparato de tele para ver qué nos ponían. Estábamos a merced del criterio de quienes controlaban el acceso de la información. ‘Gatekeepers’, guardianes de la puerta. En los ochenta, Noam Chomsky los denunció como censores: lo ‘noticioso’ era lo que les convenía a ellos que supiéramos. Sí, podíamos suscribirnos a pequeñas revistas, ir a la biblioteca, ajustar la antena para escuchar radios internacionales. Pero la oferta era limitada, y por eso se formaban cofradías de información secreta, que compartían lo prohibido o aquello que los medios al uso no querían difundir.
Ahora casi todo está ahí, afuera. La red es un inmenso depósito, y por Facebook y Twitter nos llegan más links por minuto de nuestros amigos, contactos y gente a quienes seguimos de lo que podemos llegar a leer o ver. Pero los mismos poderes políticos y sobre todo económicos que antes decidían que algo fuera de difícil acceso, hoy dirigen nuestra mirada a lo que ellos quieren: si hablamos con nuestros amigos de Moscú, nos llega la publicidad de vuelos a Rusia; si compramos comida, nos ofrecen vinos para acompañar; si averiguamos por una casa de campo, nos inundan de publicidad de turismo rural. Lo hacen los publicistas, y lo hacen cada vez más las usinas de propaganda política. ¿En tu familia hay votantes de tal partido? Ahora van a por ti. Vigilan nuestros hábitos de consumo y nos atosigan de mensajes.
Por otro lado, las recomendaciones de nuestros amigos y falsos amigos corporativos, que nos espolean desde las redes sociales, nos van achicando la posibilidad de sorprendernos con cosas nuevas, con lecturas y películas y con ideas distintas a las que estamos acostumbrados a escuchar. El lema es “si te gustó aquello, te gustará también esto”. Y así nos vamos arropando en nuestros viejos gustos. Nos bombardean con mensajes y productos nuevos, pero son copias de lo que ya probamos y compramos antes.
¿Recuerdan cuando íbamos a la librería, recorríamos los estantes y nos dejábamos sorprender por un autor que ni sabíamos que existía? Era la época de charlas con gente inesperada que nos desafiaba con ideas muy distintas a las nuestras. En 10 años ya casi no saldremos a buscar noticias y mensajes nuevos: vendrán a por nosotros. Es un camino imparable. Y el desafío ya no será tanto buscar en el desierto, sino sacudirnos la maraña de lo muchísimo que nos quieren vender a todas horas para poder sorprendernos con algo que nos cambie, que nos abra la cabeza.