Ficha técnica
Título: Me voy con vosotros para siempre | Autor: Fred Chappell | Traducción de: Eduardo Jordá | Editorial: Libros del Asteroide | |Precio: 17,95 € | Páginas: 240 | Formato: 12.5 x 20 cm | Género: Novela | Fecha de publicación: Noviembre de 2008 | ISBN: 978-84-936597-4-5
Me voy con vosotros para siempre
Fred Chappell
La infancia de Jess, el protagonista de la novela, transcurre apaciblemente junto a sus padres y su abuela en una granja de las montañas de Carolina del Norte. De vez en cuando su vida se ve alegremente alterada con las visitas de excéntricos parientes como su mujeriego tío Luden que buscó fortuna en California; su tío Zeno y sus cuentos interminables; su volátil tío Gurton y su impresionante barba; la cantante de country Samantha Barefoot; o su tío Runkin, que viajaba con su ataúd buscando la frase perfecta para su epitafio; y también con la llegada de Johnson Gibbs, un adolescente huérfano que contratan como bracero, a quien secundará de inmediato en sus travesuras.
Estos pintorescos personajes acompañarán a Jess en su atípica infancia, dejando en él una huella tan indeleble que con el andar del tiempo comprenderá que, en realidad, le han acompañado siempre.
Desternillante y conmovedora, Me voy con vosotros para siempre es la novela más emblemática de Fred Chappell, famoso poeta norteamericano, en la que a partir de sus recuerdos infantiles construyó un mundo lleno de verdad y ternura.
El desembalse
Hubo un tiempo en el que no vivíamos con la abuela en la gran casa de ladrillo, sino en una casa blanca de dos pisos, con las tejas de color verde, que estaba en la hondonada de abajo. Tenía dos pisos si la veías desde la puerta de entrada; por el lado opuesto tenía tres pisos, ya que la planta baja era un amplio garaje que ocupaba el sótano.
La casa estaba rodeada de colinas por el norte y por el este y por el sur. Justo encima de nosotros estaba la granja de la familia y la casa de mi abuela. Tres kilómetros más allá de la colina, por el lado que daba al sur, estaba la ciudad de Tipton, donde las chimeneas de la Challenger Paper and Fiber Corporation humeaban eternamente, ensuciando kilómetros y kilómetros del paisaje de las montañas de Carolina. Un riachuelo que llegaba de las colinas del este atravesaba nuestro patio. El caudal de la corriente estaba controlado por la fábrica de papel. Habían construido un embalse allá arriba, y el agua del arroyo se regulaba por medio de un canal de desagüe.
Por aquella época mi madre había ido a California a ver a su hermano. El tío Luden se había vuelto a meter en líos, una vez más por culpa de una mujer. Mi madre a lo mejor podía echarle una mano. Al fin y al cabo, tan sólo eran ocho mil kilómetros en tren, ida y vuelta.
Así que mi padre y yo tuvimos que arreglárnoslas solos.
A pesar del trabajo extra, me lo pasé muy bien. Nuestra amistad se hizo más fuerte, al convertirse en una especie de amable confabulación. Intercambiábamos señales hasta entonces desconocidas. Habíamos entrado en un nuevo terreno neutral, que quedaba a medio camino entre mi niñez y su juvenil forma de ser, lo que supuso para mí una ascensión vertiginosa en la jerarquía del hogar. Éramos unos pésimos amos de casa y sufrimos un montón de pequeños contratiempos, así que la frase que repetíamos más a menudo era: «Será mejor que no se lo digamos a mamá». Me encantaba esa idea.
Mi padre se pasaba la vida planeando cosas que pudieran complacer a mi madre, y durante su ausencia se le ocurrió una idea magistral.
Al otro lado del arroyo, con sus hileras de altos sauces, había medio acre de tierras sin cultivar que se consideraban improductivas porque estaban en un terreno pantanoso y porque tenían su extremo meridional cubierto por una maleza impenetrable de zarzamoras. A mi padre se le ocurrió transformarlo en un jardín y plantarlo antes de que mi madre regresara.