Hernán Cortés
Christian Duverger
La Conquista de México arroja una cruda luz sobre la complicada mezcla de la civilización humana. En ese encuentro del Viejo y el Nuevo Mundo, choque de una inusitada violencia, cada uno ve la barbarie en el otro campo. ¿Cómo interpretar una cultura en la que se yuxtaponen las hogueras de la Inquisición y el espíritu libre del Renacimiento? ¿Cómo comprender el refinamiento de los aztecas y a la vez su práctica del sacrificio humano? ¿Fue Hernán Cortés el conquistador brutal que sugiere su negativa leyenda?
En esta biografía, Christian Duverger despoja al hombre de su condición de mito para perfilar a un personaje nada ordinario y muy lejos del tradicional arquetipo: Cortés es culto, seductor y refinado; prefiere el gobierno de las mentes a la fuerza, que, no obstante, sabe manejar. Tiene voluntad e inteligencia; conoce tanto el éxito como el fracaso; posee familia y amigos y se debate entre amores complicados; envejece; sus reflexiones profundas chocan con sus preocupaciones más terrenas y, cuando ve venir la muerte, juzga su época.
Duverger dibuja así a un Cortés de personalidad compleja cuyos contornos son, sin duda, polémicos, y que se inscribe en una fase particularmente sensible de la historia de América, en la que las sociedades indígenas sufren la intrusión española. Para Duverger, Cortés, hijo de Castilla, es al mismo tiempo un tránsfuga que elige muy pronto a la América de los indios. En ruptura con su cultura de origen, sueña con fundar otro mundo a partir del mestizaje.
INTRODUCCIÓN
Antes que hombre, Cortés es un mito, un mito con facetas que siempre se han disputado escuelas de pensamiento concurrentes e ideologías rivales, de tal manera que cada una de ellas pudo concebir a «su» Cortés: semidiós o demonio, héroe o traidor, escla vis ta o protector de los indios, moderno o feudal, codicioso o gran señor… Existe aquí una aparente paradoja. Es fácil imaginar que un personaje histórico ofrezca tal cantidad de interpretaciones si los documentos que le conciernen son escasos o incompletos; sin embargo, no es el caso de Hernán Cortés. Conocemos al conquistador de México por toda una serie de fuentes que es posible confrontar: están primero sus escritos, narraciones oficiales destinadas a Carlos V, correspondencia pública y privada o actas de jurisdicción; el testimonio de sus contemporáneos, archivistas y cronistas como Mártir de Anglería o López de Gómara; compañeros de conquista, como Díaz del Castillo o Aguilar; eclesiásticos como Las Casas.
Tenemos también -cosa inédita- la visión de los vencidos. In citados por los primeros franciscanos, algunos indígenas dejaron constancia en su lengua, el náhuatl, transcrito en caracteres latinos, de su propia versión de la Conquista. A todo eso se agrega una pléyade de documentos administrativos inherentes al gobierno de los territorios mexicanos recién conquistados, una multitud de documentos judiciales que registraron con todo detalle los juicios contra Cortés y, en contraposición, las denuncias hechas por el conquistador. Desde la segunda mitad del siglo XVI, el corpus cortesiano se enriqueció con biografías enfocadas en la Conquista de México, escritas por historiadores de varias nacionalidades. Ahora bien, ese vasto edificio historiográfico ha engendrado con el paso de los años las lecturas más diversas.
El debate no se centra entonces en la manera de leer los documentos históricos, sino en la personalidad de Cortés, cuyos contornos son, sin lugar a dudas, polémicos. El conquistador se inscribe en una fase particularmente sensible de la historia de América, en la que todas las sociedades indígenas son exterminadas con brutalidad por obra de la colonización española. En este encuentro del Viejo y el Nuevo Mundo, un choque de una inconmensurable violencia, cada uno ve la barbarie en el otro campo. En defensa de unos y otros se utilizan muchas veces argumentos ideológicos, pasionales o impulsivos. La Conquista de México toca la fibra más sensible del humanismo y arroja una cruda luz sobre uno de los rasgos más perturbadores de la civilización humana: su esencial mezcla de contrarios. La muerte está en el centro de todos los dinamismos, el egoísmo sella todos los impulsos de generosidad colectiva, la felicidad de unos es la desgracia de otros. ¿Cómo leer una cultura en la que se yuxtaponen las hogueras de la Inquisición y el espíritu libre del Renacimiento? ¿Cómo comprender el refinamiento de los aztecas y su pletórico recurso al sacrificio humano?