Ficha técnica
Título: Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee | Autor: Eduardo Lago | Editorial: Malpaso | Género: Novela | ISBN: 978-84-15996-00-2 | Páginas: 288 | Formato: 14 x 21 cm. | Encuadernación: Tapa dura | PVP: 22,00 € | Publicación: Octubre de 2013
Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee
Eduardo Lago
Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee es una de las novelas más importantes de los últimos años.
A un escritor fantasma le encargan simultáneamente escribir la biografía de un millonario y elaborar un informe que descubra la novela que se esconde tras las fichas de El original de Laura de Nabokov. En esa indagación se descubre mucho más y, al tiempo que se desvelan las intenciones del escritor ruso y su obra póstuma, se desata una historia apasionante que contiene muchas vidas, en un viaje con escalas en Nueva York, California o la isla Alejandro Selkirk en el Pacífico Sur y que nos muestra a unos personajes que nunca son lo que parecen. Una novela llena de humor, aventura, intriga y sabiduría que rompe el molde de la literatura en nuestra lengua.
«Un despliegue de recursos narrativos de tal riqueza y variedad que al lector acostumbrado al consumo de novelas rectilíneas y de estructura simple se le antojará un laberinto inextricable, a pesar de que es una composición diáfana, una estructura impecable y sin cabos sueltos.»
Ricardo Senabre, El cultural (sobre Llámame Brooklyn)
«Eduardo Lago hace honor a su fama y se muestra como un narrador sólido, imaginativo y de una cultura tan variada como versátil.» Javier Fernández de Castro (sobre Ladrón de mapas)
«La literatura de Lago nos concilia con la metaliteratura y nos hace ver que, frente a la postura narcisista y vacua de otros que la practican, es aún posible hacer una metanarración generosa, humilde, brillante, alegre y obsequiosa con el don infinito de la lectura recibida.» Vicente Luis Mora (sobre Ladrón de mapas)
A través de un cristal, oscuramente
Wild Games
Esta historia empieza y termina con un libro, aunque al final, el libro es lo de menos. Mi nombre, como se decía cuando aún había novelas, no importa demasiado. Surgirá cuando lo exija la estrategia de este informe. Una tarde de invierno, a finales de 2009 descubrí en la mesa de novedades de la librería St. Mark´s, en el East Village neoyorquino, un ejemplar de un libro de Vladimir Nabokov cuya existencia me era enteramente desconocida, El original de Laura. Lo cogí, con mucha curiosidad, y leí en la contraportada que se trataba de una novela que el escritor ruso había dejado inacabada al morir. Intrigado, me puse a hojear el volumen. Se trataba de un conjunto de fichas manuscritas, plagadas de borrones y tachaduras. No sé bien qué me hizo decidirme a comprar el libro, pero lo cierto es que lo leí de un tirón aquella misma noche y cuando terminé, se había adueñado de mí una sensación sumamente extraña, una inquietud que no acababa de entender. El texto de la novela, repartido de manera irregular entre sus fichas, me planteaba un reto al que me sentía obligado a responder, sólo que no sabía cómo. Pese a su carácter imperfecto y fragmentario y a la ingente cantidad de errores de que estaba plagado aquel conato de novela, lo que había leído me resultaba fascinante. No me lo podía quitar de la cabeza. Se apoderó de mí la idea, no de terminar lo que Nabokov había dejado poco después de haberlo comenzado… eso hubiera sido un despropósito, además de un empeño imposible. ¿Qué diablos me proponía hacer? me pregunté a mí mismo…
Tras pensarlo bien, creo que logré entenderlo: ¿Qué forma hubiera podido tener el texto de El original de Laura si la muerte de su autor no le hubiera impedido terminarlo? La idea tenía algo de en loquecedor. Cuando terminé la lectura eran las tres de la madrugada. No podía llamar a nadie para contárselo. Me tomé un somnífero y me acosté pensando que lo primero que haría en cuanto me despertara sería llamar a Arnold Swift para hablarle del hallazgo y de mi descabellada decisión. A las once de la mañana, me presenté en el garito donde le gusta recluirse a escribir, el Café Dada, en Brooklyn.