Ficha técnica
Título: El buen ladrón | Autor: Hannah Tinti | Traducción: Jesús Zulaika | Editorial: Anagrama | Colección: Panorama de narrativas | Género: Novela | ISBN: 978-84-339-7529-4 | Páginas: 360 | PVP: 19,50 €
El buen ladrón
Hannah Tinti
Ren es un buen chico de doce años que vive en un sombrío orfanato de Nueva Inglaterra. Son un misterio las circunstancias en que perdió la mano izquierda (y a pesar de eso ha aprendido a robar muy bien), o su nombre, pues sólo tenía tres iniciales bordadas en la ropa, REN, cuando lo dejaron a las puertas de la institución. Hasta que un día llega al orfanato Benjamin Nab, que dice ser el hermano mayor de Ren, y cuenta hazañas heroicas sobre su familia. Todo es mentira, pero Benjamin logra que le entreguen al chico: un niño que puede distraer y conmover a sus futuras víctimas, es muy valioso para un estafador como Nab. ¿Pero qué relación tiene este hombre con el pasado de Ren? ¿Y por qué entre tantas mentiras se adivinan verdades tan extrañas?
«Hannah Tinti crea un mundo a lo Tim Burton, con un huérfano manco adoptado por una banda de ladrones de tumbas. Sus aventuras tienen lugar en la oscura América profunda del siglo XIX, recreada con una espléndida combinación de realidad histórica e imaginación calenturienta» Tina Jackson, Metro
«Una novela dickensiana, con toques de fantasía a lo Harry Potter, y una macabra veta de gótico americano» Janet Maslin, New York Times
«Un insólito caso de escritora de verdad… La partitura narrativa de Tinti es clásica, y lo mismo sucede con su prosa, que consigue dar un tamiz natural a sucesos de fábula. Al fin, alguien extiende los dedos desde una perspectiva moderna, y da con la vieja manera de hacer las cosas». Albert Fernández, GO
Primera parte
1
El hombre llegó después de las oraciones de la mañana. Se corrió la voz de que había venido alguien, y los chicos de Saint Anthony se daban codazos unos a otros para poder observar mejor la escena cuando lo vieron desenganchar el caballo y llevarlo hasta el abrevadero. La cara del hombre no se podía ver bien, porque llevaba el sombrero tan calado que el ala casi le tocaba la nariz. Ató las riendas al poste, y se quedó allí de pie, dándole palmaditas al caballo en el cuello mientras bebía. El hombre esperó, y los chicos observaron, y cuando por fin la yegua levantó la cabeza vieron cómo el hombre se inclinaba hacia delante, acariciaba el hocico del animal y lo besaba. Luego se limpió los labios con el dorso de la mano, se quitó el sombrero y echó a andar por el patio hacia el convento.
A menudo venían hombres en busca de chicos. A veces para procurarse mano de obra barata, a veces por el prurito de hacer el bien. Los hermanos de Saint Anthony ponían a los huérfanos en fila, y los hombres se paseaban de un extremo a otro de ella, inspeccionándolos. Sabíamos enseguida lo que buscaban al darnos cuenta de dónde miraban. Normalmente querían chicos de casi catorce años, los más gritones, los más fuertes. Luego sus ojos bajaban a los que gateaban apenas, a los tambaleantes niñitos de dos años, aún nuevos y no contaminados. Ello excluía a los del medio, a los que habían perdido la grasa y los rizos de bebé pero que aún no tenían edad suficiente para poder ayudar en los trabajos. Esos niños solían ser malhumorados y poco podían ofrecer a nadie salvo piojos o algún sarampión pertinaz. Ren era uno de ellos.
No tenía recuerdos del principio de su vida, de una madre o un padre, de un hermano o una hermana. Su vida era simplemente Saint Anthony, y lo que recordaba había empezado ya «en medio de las cosas»: el olor de las sábanas hirviendo y la lejía; el sabor de la harina de avena; lo que se sentía al dejar caer un ladrillo sobre una piedra y ver cómo saltaban los añicos rojos, y al usar luego esos trozos para escribir en las paredes del convento, y al ser zurrado por hacerlo, y al tener que limpiarlo todo con un trapo mojado y frío.
Ren había llevado su nombre en el cuello de la camisa de dormir: tres letras bordadas con hilo azul oscuro, en una tela de buen lino. Lo había llevado hasta que tuvo casi dos años. Después se la quitaron para dársela a otro niño más pequeño. Ren aprendió a vigilar a Edward, luego a James, luego a Nicholas, y a arrinconarlos en el patio. Sujetaba a la criatura -que no paraba de intentar zafarse- contra el suelo y examinaba detenidamente las tres letras cada vez más desvaídas, y se preguntaba quién las habría bordado. La R y la E llevaban un punto de cruz más grueso, pero la N era más delgada, e inclinada hacia la derecha, como si la persona que la estaba bordando al final se hubiera apresurado para terminar antes. Cuando la camisa de dormir acabó muy gastada por el uso, la cortaron para hacer vendas. El hermano Joseph le dio a Ren el cuello bordado con las letras, y Ren, por la noche, lo metía con cuidado debajo de la almohada.