Ficha técnica
Título: Abril. Historia de un amor | Autor: Joseph Roth | Traducción: Berta Vias Mahou | Editorial: Acantilado | Colección: Cuadernos del Acantilado, 67 | Encuadernación: Rústica cosida | Formato: 11,5 x 18 cm | Páginas: 56 | ISBN: 978-84-16011-42-1 | Precio: 9 euros
Abril
Joseph Roth
«Mientras el tren daba otra sacudida y empezaba a rodar suavemente, saludé con la mano y miré a la muchacha a los ojos. Sólo por aquella mirada he escrito esta historia».
En este breve relato iniciático de Roth, el lector descubrirá no sólo la sensibilidad del autor en muchos de sus libros posteriores, sino también una historia cargada de signos, de misterio y de toda la belleza evocativa de este genial escritor.
[Comienzo de libro]
La noche de abril en la que llegué estaba cargada de nubes y preñada de lluvia. Los contornos plateados de la ciudad, tenues, intrépidos, se alzaban por encima de una niebla desvaída, casi cantando hacia el cielo. Delicada y con finas nervaduras, una torrecilla gótica trepaba por las nubes. La esfera anaranjada del iluminado reloj del ayuntamiento parecía colgar en el aire de un cable invisible.
En torno a la estación había un olor, dulce y seco, a hulla, jazmín y fragantes praderas. El único coche de punto de la ciudad esperaba, impasible y cubierto de polvo, ante la estación. La ciudad debía de ser pequeña. Sin duda tenía una iglesia, un ayuntamiento, una fuente, un alcalde, un coche de punto. El caballo, castaño, no llevaba anteojeras. Largos mechones rojizos caían sobre sus poderosos cascos. Miraba la plaza embobado, benévolo, con los ojos muy abiertos. Cada vez que relinchaba, ladeaba la cabeza, como una persona a punto de estornudar.
Me subí al coche y por el camino fuimos dejando atrás un montón de bamboleantes sombrereras y maletas con seres humanos aferrados a ellas. Oí lo que se decían unos a otros y percibí la miseria de sus destinos, la pequeñez de sus vidas, la estrechez y la escasa importancia de sus penalidades. Sobre los campos, a ambos lados de la carretera, se derramaba la niebla como si fuera plomo derretido, simulando el mar y la inmensidad. Por eso, las sombrereras, las personas, las conversaciones y el coche de punto resultaban tan insustanciales y ridículos. Llegué a creer que en verdad a ambos lados se encontraba el mar y me sorprendió su calma. Tal vez esté muerto, pensé. La chimenea de una fábrica, que emergió de pronto ante un fondo de casas de color blanco, dándome un susto pese a su esbeltez, parecía un faro apagado.