Marcelo Figueras
¿Son ustedes de los que se vuelven locos con las Olimpiadas? Siendo pésimo espectador de deportes en general, admito que no me mueven un pelo. Supongo que la ceremonia de inauguración será espectacular y que me cruzaré todo el tiempo con tal o cual competencia, dependiendo del grado de triunfalismo que nuestros deportistas nos permitan. Sólo disfruto estas competencias en términos estéticos y, si se quiere, naturales: el cuerpo humano en acción puede ser una cosa muy bella -siempre y cuando no haya víctimas que lamentar.
Las Olimpiadas sólo cruzaron por mi mente por cuestiones políticas. Hace pocos meses, en camino hacia el centro de salud donde nos aguardaba una ecografía, mi mujer y yo nos topamos aquí en Buenos Aires con una manifestación por los derechos del Tíbet. Habiendo vivido en un país donde el pensamiento y por ende la libre expresión estaban censurados, no me cuesta nada sentir empatía con los disidentes. Esa es, quizás, la gran razón por la que no podría gozar abiertamente con estas Olimpiadas, aunque fuese fan de los deportes. La participación de tantas naciones a pesar de las violaciones del régimen a los derechos humanos me trae recuerdos del Mundial 78. La belleza del deporte no me resulta razón suficiente para soslayar dramas flagrantes.
Lo que entró en el terreno del humor fue la intervención de George W. Bush, que obviamente cuenta con mucho tiempo libre en sus manos. Visitar China durante las Olimpiadas, reunirse con el presidente Hu Jintao y criticar al régimen durante una breve excursión a Tailandia constituye un récord en materia de hipocresía para un mandatario que ya viene de batir muchas marcas en ese terreno. Si el hombre es tan religioso como dicen, ¿cómo es posible que no haya oído nunca del pasaje evangélico donde Jesús dice: ‘El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra’? ¿O es que Bush cree que el mundo considera que la administración que invadió Irak y creó Guantánamo es un faro mundial en materia de derechos humanos?
Si existiesen Olimpiadas de la mentira, el nefasto George W. se habría garantizado ya una medalla de oro.
En qué manos estamos, Dios mío.