
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Disculpen que cuelgue este texto más temprano de lo habitual. Pero en un par de horas entraré en la vorágine de los aeropuertos y entonces quedaré desconectado durante medio día, entre una cosa y la otra.
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Pocas cosas amo más que viajar. Cualquier excusa resulta buena para agarrar mis petates (cinco minutos antes de salir y nunca antes, esto es parte del ritual) y salir disparado hacia cualquier punto del planeta. Una de las razones por las que elegí la vida del narrador es que le permite a uno defender, y del modo más convincente, planes que cualquier otro encontraría imposibles. Por ejemplo: ‘Tengo que ir a Palestina a investigar para mi próxima novela’. (Anécdota verídica. Fui con esa intención y allí terminé descubriendo una novela que no estaba en mis planes: la inminente Aquarium. Pero esa es otra historia.)
Uno ama viajar, en esencia, por la misma razón que ama escribir: porque sólo saliendo de casa, o de nuestra zona de confort (sólo aproximándose a las fronteras, diría Michael Chabon) se pone en condiciones de recibir lo que Kundera define como ‘la sabiduría de la incertidumbre’.
Este viaje no constituyó excepción. La excusa fue brindar un taller de adaptación de novelas al cine en Puerto Rico, iniciativa de mi amigo José Artemio Torres que hizo posible la Corporación de Cine local. Después, por esas cosas de las escalas obligadas (no hay vuelos Buenos Aires-San Juan, lo inevitable es hacer escala en alguna ciudad americana de las grandes: Atlanta, Miami…), aproveché para quedarme un par de días en New York.
Es la primera vez que visito NY durante la era Obama. El hombre del momento resulta tan ubicuo, que el producto más ofrecido en las calles es –lo juro por Dios- uno por demás práctico para la cartera de la dama y la billetera del caballero: ‘Obama condoms!’, gritan los vendedores al viento.
Pero esa también es otra historia. Lo que quería contar es que a medida que transcurre el tiempo, he aceptado que ya no puedo viajar solo ni siquiera cuando viajo solo. Si me toca visitar un sitio que ya he pisado en compañía de mi familia (mis hijas, en este caso), lo inevitable es recordar las imágenes del pasado: ser testigos de la primera nevada del año desde el interior de FAO Schwartz, ver Chicago en Broadway, caminar el Village hasta gastar las suelas. A menudo visito ciudades que conocí a solas (nunca vine a New York con mi mujer y mucho menos con mi hijo, que tiene apenas siete meses), y en ese caso imagino qué dirían de estar conmigo: si me perdiese en el Central Park con mi mujer (me encantaría mostrarle la fuente de Bethesda, mi lugar favorito), o entrando en Toys R Us para que Bruno vea el tiranosaurio que brama y se mueve.
Nuestra naturaleza está atravesada por la contradicción. No concibo dolor más punzante y a la vez más delicioso que el producido por la distancia. Estando lejos puedo apreciar las dimensiones del amor que mi familia me inspira con un rigor casi científico. Lo que siento por mis hijas Agustina, Milena y Oriana, por cuyos ojos aprendí a ver el mundo. (Y sin las cuales, por ende, sería ciego.) Lo que siento por Flavia, mi compañera: la mujer más valiente y alegre que conozco. (Desde que veo también a través de sus ojos, el mundo es un poco menos trágico de lo que solía creer.) Y lo que siento por Bruno, una energía tan nueva como irreprimible. Daría la vida por ese pequeño desconocido. Nada me gustaría más que ayudarlo a ser feliz en este mundo que, Kundera again, a veces funciona como una trampa.
Desde este café en la esquina de University Place y East 11th Street, (corazón del Village, tarde de sol) querría ser capaz de expresar con palabras cuánto los adoro. Pero intuyo que no es necesario. Todos ustedes deben haber sentido lo mismo alguna vez, así que saben bien de qué hablo.
Pocas cosas amo más que viajar. Y aun así, mi reloj sólo mide las horas que restan para reencontarme con las personas que son y serán siempre mi hogar –allí donde estén.