Marcelo Figueras
En estos días estivales, tan proclives a la frivolidad, la noticia que la gente comenta más aquí en Buenos Aires es el crimen de una mujer joven, asesinada de cuatro balazos en la puerta de su casa. Madre de hijos pequeños, esta chica -Rosana Galliano, 29 años- salió a la puerta al recibir una llamada por el móvil, dado que la señal nunca llegaba bien al interior de la casa. Allí la esperaba alguien que la baleó a quemarropa con una pistola calibre 45. Como la chica estaba separada y en problemas legales con su ex marido (un hombre que le llevaba 30 años y al que había denunciado por malos tratos), y como en la escena se encontró un abrigo de este hombre apellidado Arce, las sospechas se dispararon de inmediato en su dirección.
Ni lerdo ni perezoso, Arce, con aspecto de abuelo más que de marido de la víctima (un tema al que soy particularmente sensible, yo también le llevo mis buenos años a mi mujer), salió a desparramar sospechas en todas direcciones: que los amantes de Rosanna -uno de los cuales sería jardinero, lo cual le da al asunto un toque de Desperate Housewives-; que la hermana de la víctima, con que según Arce sostenía con Rosana una relación lésbica; que el hermano menor de la víctima; que un novio de la adolescencia que trabaja de heladero… Sólo falta que le eche la culpa a sus propios hijos con tal de distraer la atención de su persona y complicar cada vez más el trabajo del fiscal.
Por esas casualidades de la vida volví a ver Fargo, aquella maravillosa película de los hermanos Coen. Y la puesta en escena del asunto -la decisión del tan estúpido como ambicioso Jerry Lundegaard (William H. Macy) de secuestrar a su mujer para conseguir dinero de su suegro, contratando para ello a dos criminales tanto más estúpidos y ambiciosos que él- me hizo pensar otra vez en este crimen tan discutido. Suelo pensar que las historias de médicos y hospitales funcionan siempre -por algo sigo la serie E.R. desde hace catorce años- porque la cuestión de vida o muerte que se dirime allí ayuda a echar luz sobre aspectos esenciales de la condición humana. Creo que con los crímenes, y muy especialmente con los pasionales, ocurre algo similar. Lo que los provoca (celos, codicia -el señor Arce se enfrentaba a la perspectiva de un divorcio oneroso), la forma en que ocurren (la llamada fatal motivada por la aparente falta de señal -no hay nada más fácil de fingir que una llamada entrecortada) y lo que hacen después los sobrevivientes (actuar delante de las cámaras llorando sin lágrimas, culparse los unos a los otros) pertenecen a esa clase de reacciones que, más allá de que se pretenda lo contrario, los seres humanos somos bastante más estúpidos de lo que creemos.
Karl Kraus decía que la estupidez es una fuerza elemental, comparada con la cual un terremoto equivale a nada. No pasa semana en que no renueve mi coincidencia con el señor Kraus.